Caballos legendarios
Amira, Princesa de Egipto
Contenidos
Prólogo
Prólogo
La fiebre me corroe, al igual que la vergüenza. Estoy solo en esta tierra de Egipto a la que me han traído las órdenes de mi general Tolomeo. ¿Qué ha sido de mis hermanos de armas? Abandoné el campo de batalla situado a orillas del río Hidaspes cuando el general dio la orden de retirada. Vi a Alejandro Magno caer de su caballo Bucéfalo mientras los arqueros encaramados en los árboles y montados en elefantes acorazados desataban una lluvia de flechas sobre él. Contemplé a muchos, muchísimos griegos, macedonios, persas y bárbaros indios morir en estos bosques monstruosos donde solo la lluvia corría más que la sangre. ¿Fuimos nosotros, los soldados de Alejandro, los más salvajes de esta carnicería? ¿O fueron los bárbaros indios?
En los siete años que pasaron desde que partimos de Macedonia, conquistamos reinos lejanos uno a uno. Él guiaba las tropas a lomos de su fiel corcel Bucéfalo, inculcándonos fuerza y coraje, prometiéndonos oro y gloria antes de cada batalla, mientras la infantería y la caballería lo aclamaban por igual y juraban dar lo mejor de sí. Este hombre, que había resistido más
Prólogo
golpes en combate que todos los veteranos juntos, sabía hacernos ir más allá de nuestros límites. Gracias a él seríamos héroes, coronados de honor y gloria, adorados por todos. Nuestras familias se harían ricas y nuestra memoria sería venerada largo tiempo después de nuestra muerte. ¡Qué emocionante era luchar por un rey como Alejandro!
Pero después de cruzar los interminables desfiladeros del Hindú Kush barridos por vientos helados, seguidos de bosques hostiles inundados por la lluvia e infestados de serpientes mortíferas, con las aguas impuras asolándonos con sus fiebres sanguinolentas, muchos de nosotros queríamos retroceder. Aún puedo verlo, nuestro Rey Alejandro, a horcajadas sobre su bello caballo negro, exhortándonos a seguir luchando a pesar de la fatiga y del miedo que nos corroía las entrañas. Y le seguimos, una vez más, para nuestro lamento.
No encontramos ni oro ni gloria, sino muerte y desolación. Tras la caída de nuestro rey herido, el general Tolomeo se puso al frente, y me confió una misión que me mantendría alejado del campo de batalla durante largo tiempo.
Prólogo
Galopé hacia occidente sin descanso, pero en mi cabeza se libraba otro tipo de batalla; el objeto que Tolomeo me había entregado comenzaba a tomar el control de mi mente.
Unas voces de seres invisibles me ordenaban regresar con mi rey, acusándome de traición, amenazándome con los peores tormentos en el Hades. Por la noche, el sueño me eludía. Horribles serpientes de nueve cabezas me impedían el paso y todos mis intentos por cortarles las cabezas eran en vano, pues crecían de nuevo y se multiplicaban sin cesar. Despavorido, yo seguía cabalgando junto a las antiguas pirámides de Heliópolis que custodiaban los restos de los faraones en su descanso eterno. Las deidades de piedra parecían montar guardia sobre estas montañas erigidas por el hombre en medio del desierto. Continué viajado hacia occidente, rehusando la compañía de viajeros y lugareños. Fue en este valle donde cayó mi fiel caballo, debido a la mordedura de una serpiente gigante. Lo enterré con gran pesar e intenté seguir a pie, pero pronto sucumbí presa del agotamiento, el sol ardiente y la fiebre.
Prólogo
A la noche siguiente, un caballo blanco vino a verme, dándome a entender que debía seguirle. Era exactamente igual que mi pobre caballo difunto y me encantó la idea de reunirme con él en el Hades, pero cuando sentí su cálido aliento en la cara, me di cuenta de que mi hora no había llegado aún. Me levanté, apoyádome en su flanco, y le seguí hasta este refugio, donde poco a poco fui recuperando las fuerzas gracias al manantial que albergaba y a los frutos y la caza menor que hallé en el valle.
Otros antes que yo ocuparon este lugar. A fuerza de observar las representaciones de un pueblo antiguo, adiviné que habían grabado en la roca oraciones dirigidas a sus dioses con cabeza de animal, los mismos dioses que custodiaban sus pirámides. No sé por qué abandonarían el refugio, pero se olvidaron los cinceles de esculpir y los colorantes, además de los rollos de papiro, esta planta que crece en abundancia junto a los ríos. Los usé para empezar a contar mi historia.
Sin embargo, el objeto maldito comenzó pronto a torturarme de nuevo, a pesar de la
Prólogo
protección de los dioses egipcios. Así que tomé la vergonzosa decisión de desprenderme de él, mientras aún conservaba un poco de lucidez. Pero tenía que asegurarme de que nunca caería en manos de nadie. Me vino a la memoria la artimaña de Odiseo durante la conquista de la ciudad de Troya, que ni siquiera el ilustre héroe Aquiles había conseguido tomar. Hizo construir un gigantesco caballo de madera, en cuyo interior se ocultaron guerreros de élite. Colocó el caballo ante las murallas de la ciudad como ofrenda e hizo correr el rumor de que los griegos habían dejado de sitiar Troya. Al amanecer, los troyanos descubrieron el caballo y lo introdujeron en la ciudad. Mientras aquellos celebraban la victoria, los guerreros de élite salieron del vientre del caballo de madera cual serpientes silenciosas y abrieron las puertas de Troya de par en par. La flota griega, que había permanecido oculta, retomó Troya y la arrasó. Como el sabio Odiseo afirmaba:
—«Los mejores secretos se ocultan a plena luz…».
Rollos de papiro hallados en 2014 en una cueva del valle de Natrón (Egipto). Probablemente escritos en
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Capítulo 1
—Leyla, cariño, ¿está ya listo el caramelo?
La amable voz de la tía Wadiha me saca de mi ensoñación. Dejo escapar un pequeño grito al descubrir que el preciado contenido de la cazuela comienza a tomar color. Apago rápidamente el fogón de gas y, con la punta del dedo índice, tomo una gota del líquido caliente y la poso sobre la pared de una taza de té. Si la gota corre, no está aún lo bastante hecho. Si se solidifica al instante, el caramelo ya está en su punto. Y así es. Exprimo rápidamente un poco de zumo de limón sobre la mezcla y la bato enérgicamente con una cuchara de madera. Alzo la cuchara unas cuantas veces y varios filamentos de color miel se extienden perezosamente. ¡Uf! Me las he arreglado para salvar esta mezcla preciosa, el llamado «caramelo», que evoca una falsa dulzura. En realidad, ¡es cera de azúcar para depilar a las clientes del salón de belleza de la tía Wadiha!
—¡Masa'a al-khair! Buenas tardes, señoras. ¡Ha llegado su tortura preferida!
Capítulo 1
Cuando entro en la sala principal del salón de belleza, las clientas se inquietan y cacarean como gallinas asustadas que acabaran de ver a un zorro hambriento. Es el ritual nocturno de los jueves: ponerse guapas para el fin de semana, que en Egipto es viernes y sábado. Manicura recién hecha y uñas pintadas bailan al ritmo de la risa. Tiernas maldiciones caen sobre mí cuando entrego el caramelo a las esteticistas.
—¿Por qué la maldición viene de mano de la chica más guapa de El Cairo? —ríe Oum Ali, haciendo que se bamboleen sus generosos pliegues de grasa, que según la tradición reflejan la fortuna y el amor del marido.
—La belleza requiere un poco de sufrimiento, ¡Habibti! —ríe Sitt Dunia—. ¡Deja a la pequeña tranquila!
—Y bien, dicen que tienes novio —susurra Patil Papazian tan discretamente como la ráfaga de un Kalashnikov, a la vez que el brillo de sus ojos delata su afán de cotilleo.
Capítulo 1
Ahora viene el interrogatorio… ¿Por qué la tía Wadiha tiene siempre que contar mi vida a sus clientes? ¡Siento que me estoy poniendo roja como un tomate!
—¿Es guapo tu príncipe azul? ¿Está bien situado? Siendo americano, ¿no estará divorciado? ¿Cómo te pidió la mano? ¿Fue romántico? ¿Tiene apartamento propio? ¿Cuántos hijos pensáis tener…?
¿Cuantos niños? ¡John y yo no hemos llegado a ese punto ni por asomo! Todo lo que hizo fue echarme una mano con la investigación histórica en internet, porque es experto en informática y yo soy una inútil. Me invitó a almorzar en el campus y se ofreció a llevarme a casa después de clase en su cutre Simca 1000… ¡Hoy quería llevarme a Alejandría! Me negué, por supuesto. ¿Quién se cree que es? ¿Un príncipe azul a lomos de su caballo blanco, que aparece de la nada para cortar la cabeza de un malvado dragón con un solo golpe de sable? Incluso en mis sueños de niña, derribaba al príncipe azul del caballo, lo montaba yo y me evadía por un increíble viaje sin fin. ¡Nunca me ha hecho
Capítulo 1
falta un príncipe azul para salir adelante en la vida y no va a suceder ahora!
Para cambiar rápidamente de tema, pregunto a las clientes qué desean para reconfortarse del calvario del caramelo: limonada, té, café, karkadé hecha de flores de hibisco del Sudán o simplemente un vaso de agua, junto con la famosa bandeja de «dulces besos» de mi tía. Miniporciones —para que dejen de sentirse culpables— de baklava, mahalabiya, basbusa y qatayef, rociadas de un espeso sirope de azahar, ultragraso y superdulce...
Me encargo de la cocina, donde preparo las bandejas de dulces, sin quitar ojo del reloj de la pared. Suspiro… Aún falta más de una hora para que cierre el salón, pero luego… ¡Libertad, allá voy! Sin embargo realmente aprecio el ambiente del salón, este remanso de paz donde musulmanas, drusas, cristianas y judías han adoptado el acuerdo tácito de ignorar las diferencias religiosas con el fin de disfrutar de esta pura complicidad femenina. Si nuestros dirigentes masculinos, cínicos, tiranos, fanáticos y machistas, pudieran probar tal sabiduría, ¡cuánto mejor iría el mundo! Me encojo de hombros
Capítulo 1
ante este pensamiento imposible y envío un beso imaginario a mi maravillosa tía; ¡merece el Premio Nobel de la Paz! Estoy tan agradecida de que me convenciera para trabajar en su salón cuando terminé los estudios en la Universidad Americana de El Cairo. Gracias a las generosas baksheeshes —propinas de las clientes—, junto con mi sueldo y mi beca, a mis padres no les ha costado casi nada mi educación. Y pude estudiar lo que siempre soñé: arqueología y, particularmente, egiptología, la ciencia que permite descifrar los secretos de la extraordinaria civilización de Egipto. ¿Quién ha dicho que estos trabajos están reservados a los hombres?
Finalmente, el día y la semana tocan a su fin. El salón, ordenado y aseado, reluce como una patena. Me quito la blusa blanca y me pongo unos vaqueros, una camiseta y unas deportivas. Luego me recojo el pelo en un moño apretado para ocultarlo bajo el casco. Me alegro de tener pocas curvas y poder hacerme pasar por un chico; no todos los egipcios son tan abiertos y tolerantes como mi familia. Debo mencionar que mi madre es una musulmana casada con un católico americano apasionado por la ornitología y que su hermana, la
Capítulo 1
tía Wadiha, se casó con un copto —un cristiano ortodoxo— de la primera iglesia egipcia, fundada en el año 40 por el apóstol San Marcos. No debió ser fácil en su día, pero resistieron con firmeza y yo estoy muy orgullosa de ellos. Yo también me casaré por amor, ¡si alguna vez encuentro al hombre de mis sueños! Pero hasta que llegue ese hipotético día, ¡pienso disfrutar de mi «libertad» camuflada. ¡Y los pantalones son mucho mejores para montar en moto o a caballo!
Mi tía me mete en la mochila un gran paquete envuelto en papel de aluminio. Es la bolsa de «dulces besos» a la que no llegaron las manos codiciosas de las clientas, explica mi tía. Pero me consta que siempre prevé cantidades astronómicas los jueves, simplemente para hacer engordar a su sobrina. Doy un abrazo cariñoso a mi generosa tía, que me recuerda que tenga mucho cuidado en la carretera, y me dirijo al patio trasero para arrancar mi vieja moto, bastance maltrecha. Sí, John fue quien la puso a punto. Se ve que es tan buen mecánico como informático, pero bueno, ¡dejemos de hablar de él!
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Capítulo 2
Me deslizo entre los contenedores del edificio y, tan pronto como cruzo la puerta y salgo a la carretera, tengo que enfrentarme a los olores y ruidos de la ciudad, que parece una leonera. La indescriptible combinación de emoción y letargo que reina en las calles de El Cairo me da la bienvenida. Serpenteo entre los transeúntes con dificultad, muchos de los cuales observan los últimos escaparates antes de que caiga la noche y los imanes llamen a la oración. Se entremezcla una densa y variada multitud, ataviada con ropas tradicionales y occidentales. Mi mirada recorre los escaparates kitsch abarrotados, que conviven con boutiques modernas occidentalizadas. Puedo oler el apetitoso aroma que emana de los puestos de falafel, buñuelos de garbanzos fritos aderezados con salsa de ajo, limón y crema de sésamo. Los Ahouas, cafés que los hombres visitan para fumar en shisha, —versión egipcia del narguile— y jugar partidas de backgammon encarnizadas, en las que golpean las fichas con fuerza. Las aceras están repletas de puestos de cintas de vídeo, CD, DVD, falsificaciones de grandes marcas estadounidenses y europeas, así como de pescaderos, mercaderes de especias
Capítulo 2
y vendedores de quincalla. Esquivo por los pelos a un vendedor que se dispone a echar un cubo de agua frente a su escaparate para evitar que se levante el polvo. Un limpiabotas acuclillado a poca distancia clama indignado, al ver cómo el barro salpica su banco de trabajo; tendrá que comenzar a limpiar de nuevo. Pero justo cuando el altercado entre los dos hombres comienza a acalorarse, aparece un nuevo cliente, que le hacer revivir su sonrisa postiza y olvidar el incidente al instante. Al final logro llegar a la carretera, donde un taxi colectivo toca el claxon como loco, tratando de hacer que se mueva un carro tirado por un burro que le impide el paso. Me abro camino como puedo, evitando por poco que me atropelle un camión que escupe humo negro de gasoil, y llego a un cruce atascado, repleto de vehículos de todas las épocas. Al final accedo a una avenida más ancha, que me permitirá acelerar un poco…
¡Mentira! ¡El tráfico está estancado, como un montón de moscas atrapadas en un tarro de miel! El policía puede gesticular y tocar el silbato todo lo que quiera; los jueves por la tarde en El Cairo son una auténtica pesadilla para el tráfico. Está bien, tomaré una
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ruta alternativa, aunque sea menos segura; la que pasa por la plaza Tahrir, llamada Plaza de la Liberación, de la que tanto se habló tras la primavera egipcia de 2011…
La revolución me dejó bastante conmovida, como a tantos otros jóvenes de mi generación. Contaba apenas 14 años de edad cuando descubrí esta corriente de libertad que hizo palpitar nuestros corazones, prendió nuestras calles y nuestros espíritus, y desembocó en enfrentamientos sanguinarios, represiones odiosas y violencia general. Las amargas brasas del «regreso a la normalidad» nos enseñaron a ser cautos. ¿Es arriesgarse a recibir una paliza la mejor manera de conseguir que se escuche nuestra voz? Acudimos a la radio y las redes sociales, y a pesar de la desilusión, todavía nos queda la esperanza de convertir este mundo en un lugar mejor.
—¡Yallah! ¡Muévete, idiota!
Inmersa en mis pensamientos, no me había dado cuenta de que la corriente de vehículos retomaba la marcha, tan despacio como el caramelo caliente. La impaciencia de las bocinas y los gestos agresivos que
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acompañan a los conductores me devuelven a la realidad. Rápidamente comienzo a sortear hileras de vehículos. Me desvío hacia las callejuelas que bordean los canales del Nilo, bajo balcones adornados con macetas, donde el olor a cieno y pescado compite con el aroma de rosas y jazmín. Pero aquí, al menos, no hay tantos gases de escape. Luego retomo la carretera principal, que conduce al sureste de la ciudad. Me desviaré ligeramente al norte y tomaré la carretera hacia Alejandría. Unirse al equipo de Jean-Yves Empereur, el famoso arqueólogo francés que dirige las excavaciones de urgencia en pleno centro de la ciudad de Alejandría, es una auténtica gincana. Porque, además de los sorprendentes descubrimientos submarinos hallados en el lugar donde antaño estuviera el antiguo faro, con todos los restos de la época tolemaica, Alejandría guarda aún muchos secretos. Dado que la ciudad antigua está sepultada por la moderna, solo es posible excavar cuando se demuelen edificios antiguos y se abren nuevas vías o reconstruyen los puentes. Y puede que algún día finalmente demos con la tumba de Alejandro Magno…
Capítulo 2
Aquí en Alejandría, en el 283 a.C., justo antes de su muerte, el exgeneral griego Tolomeo, que más tarde sería padre de una larga dinastía de faraones que perduró hasta la tormentosa Cleopatra el 30 d. C., terminó la construcción de la tumba de Alejandro Magno. Ordenó repatriar los restos momificados del Conquistador desde Menfis, actual Lúxor, para darles una sepultura digna de su gloria. Pero entre los conflictos, los incendios, los devastadores terremotos y la codicia de los saqueadores de tumbas y buscadores de tesoros sin escrúpulos fascinados por Egipto, nadie ha encontrado jamás la famosa tumba. ¿¿¿Y si la encontrara yo???
Muy bien, basta de soñar despierta. Como no soy más que una becaria y ya he tenido bastante suerte de que me aceptaran en la última excavación, es más que probable que me pase infinidad de horas a cuatro patas tamizando polvo con la esperanza de encontrar un fragmento de cerámica o un hueso de pollo que señale alguna comida antigua. Pero la arqueología requiere tanta paciencia como pasión, y hay que empezar por recoger pistas aparentemente insignificantes, ¡como basura fosilizada!
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Al doblar la esquina de una manzana de edificios decrépitos, vislumbro las monumentales pirámides de la meseta de Giza ante mí. Keops, Kefrén y Micerino, majestuosas tumbas de reyes, reinas y grandes figuras de la época faraónica, junto con la famosa Esfinge, vestigios de la civilización egipcia que existió hace 4.500 años. Aunque me las sé de memoria, un escalofrío me recorre la espina dorsal. Verlas por primera vez fue lo que me hizo querer ser arqueóloga.
De niña me sentí como Howard Carter al descubrir la tumba de Tutankamón y su fabuloso tesoro en el Valle de los Reyes, en el siglo XX. Y provoqué la ira de mis padres cuando descubrieron la huerta diezmada y las paredes cubiertas de torpes jeroglíficos imborrables…
Como mis futuros descubrimientos todavía no se pueden admirar, los turistas de todo el mundo contemplan las pirámides en su lugar. Y un número infinito de autobuses se acumulan en el aparcamiento, mientras oleadas de personas invaden la zona, siempre acechadas por vendedores de recuerdos. Sé lo importante que es el turismo para
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la economía de mi país, pero a veces sueño con calles desiertas. Finalmente llego a la «Autopista del Desierto», que conecta El Cairo con Alejandría, y prestando mucha atención, puesto que los demás conductores tienen tanta prisa como yo por disfrutar del fin de semana, acelero a fondo…
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La Autopista del Desierto… ¡es cualquier cosa menos una autopista desierta! Pronto caerá la noche y tendré que guiñar los ojos para aliviar la fatiga causada por el resplandor de los faros, aparentemente regulados de acuerdo con lo que marca el código de circulación egipcio. Conduzco unos 100 kilómetros; el tráfico sigue igual de denso en ambos sentidos. Los habitantes de El Cairo van a pasar el fin de semana a la playa, mientras que los autobuses traen turistas a la capital. En Egipto, los turistas visitan en manada el valle del Nilo, situado entre Abu Simbel, Lúxor, El Cairo y Alejandría, para contemplar las pirámides, los templos, las tumbas y los vestigios de nuestros desaparecidos faraones. Otros prefieren ir a bucear al mar Rojo o subir las místicas escaleras del monte Sinaí. Pero el 94% del territorio lo ocupan los desiertos: el líbico al oeste y el arábigo al este. Allí se ocultan muchos tesoros desconocidos. ¡Oh, no! ¡Otra vez el atasco! Ya estoy cansada de zigzaguear entre tubos de escape nauseabundos y la basura que arrojan los conductores a la calzada. Tomaré las callejuelas de Wadi El Natrun y conduciré paralelo a la autopista, para
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reincorporarme a ella más adelante. Aunque las carreteras no son tan buenas, ¡por lo menos notaré que avanzo!
Tras varias maniobras cuestionables con la moto, tomo una carretera pequeña y estrecha en dirección noroeste hacia las alturas rocosas que atraviesan las dunas cual crestas dorsales de dinosaurios enterrados. Por aquí hay muy poca circulación y, respirando de alivio, cojo un poco de velocidad, no mucha. Quién sabe si un par de cabras decidirán de repente cruzar la carretera. O tal vez el asfalto, viejo como el propio Herodes, esconde algún que otro bache sorpresa. O puede que hayan caído rocas al otro lado de una curva y el camino esté bloqueado. O quizás un perro pastor venga corriendo a por mí sin avisar… ¡Son las alegrías de las carreteras secundarias! Sonrío al ver los faros de los vehículos inmóviles en la autopista a lo lejos y acelero levemente para jactarme de ellos. Entonces, de repente, el motor de la moto empieza a fallar. ¡Oh, no, John! ¡Espero que tus apaños no me dejen tirada ahora! Me libro por poco de salir disparada por encima del manillar. Cuando comienzo a recuperarme, un claxon ensordecedor me obliga a echarme a la cuneta. Acabo
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de evitar ser atropellada por una camioneta cargada de sandías que venía directamente hacia mí, sin luces, tocando la bocina insistentemente. A continuación, todo transcurre a cámara lenta, como en las escenas de una película de terror. Noto que me desvío hacia el lado de la carretera mientras el motor petardea una última vez antes de rendirse y dejar el faro sin luz. Apoyo los pies en el suelo y freno con todas mis fuerzas para evitar que el peso de la moto me arrastre hacia el precipicio que vislumbro, pero es inútil; las ruedas de la moto patinan y me arrastran inexorablemente hacia abajo. Me hago a un lado de forma instintiva. El vehículo cae y yo salgo rodando, cuesta abajo, antes de caer en las tinieblas de la inconsciencia …
Me despierta el frío. Gruño y, somnolienta, intento taparme con el edredón, pero todo lo que me rodea es duro e incómodo. ¿Dónde estoy? Me sobresalto al recordar las imágenes de la avería-accidente de la moto. Salvo un dolor de rodilla, parece que estoy entera; la mochila amortiguó la caída. A tientas, me quito la mochila y el casco y echo un vistazo al lugar en el que he aterrizado. Este saliente rocoso, cubierto de arbustos
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espinosos, ha detenido mi caída. En lo alto, un haz de luz de la luna proyecta sombras fantasmales en la pared de roca que culmina quince metros más arriba. Imposible escapar por esa vía. Cuesta abajo, la pendiente es mucho menos pronunciada. Si tengo que moverme, será hacia abajo. Y creo que será inútil tratar de reparar el amasijo de hierros que diviso abajo a lo lejos y que antes tenían forma de moto.
Por el momento, estoy viva y tengo que avisar al equipo de excavación de que he tenido… un pequeño contratiempo, y de que me reuniré con ellos… ¡Maldita sea! No tengo ni idea de qué hora es, solo sé que es de noche. Bueno, me reuniré con ellos tan pronto como sea posible. Abro la mochila para sacar el teléfono móvil. Vaya. Si la bolsa me ayudó a amortiguar la caída, mejor no hablemos de su contenido. La botella de agua ha explotado y los «dulces besos» no son más que una pasta pegajosa de migas y aluminio, salpicada de fragmentos de cristal, plástico y electrónica. Rescato la tarjeta SIM de mi teléfono, la limpio con la camiseta y me la guardo en el bolsillo de los vaqueros. Bien, parece que voy a tener que arreglármelas sin teléfono. ¡Regreso a la
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prehistoria! Sigo rebuscando entre los restos de mi mochila. ¡Ah! Mi minilinterna aún funciona. ¡Perfecto! En cambio, la ropa que llevaba para cambiarme no me servirá de mucho. Mi bloc de notas está pringoso y pegajoso, pero presa de una inspiración súbita saco un bolígrafo y me pongo a escribir… no un testamento, sino un recordatorio de quién soy y a quién hay que avisar si me encuentran sin vida. Bueno, supongo que es una especie de testamento. ¡Normalmente no suelo ser tan morbosa! Venga, todo saldrá bien. Decido abandonar la mochila y el casco junto al bloc de notas, claramente visible. Buscaré un modo de reincorporarme a la carretera y haré autostop hasta Alejandría, ¡aunque tenga que subirme a un carro tirado por un burro!
Bajo la pálida luz de la luna, voy cojeando con cuidado por la pendiente rocosa, evitando la maleza y los guijarros que ruedan bajo mis pies. Voy a conservar las pilas de mi minilinterna todo lo que pueda. Me hallo en el centro de una especie de cañón, un antiguo cauce ahora seco, que de verdad espero que lleve a alguna parte. Me detengo y escucho; creo que oigo un eco lejano, como un susurro. Si hay gente por aquí, seguro que podrán
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indicarme cómo regresar a la carretera principal. Animada por este pensamiento, apresuro el paso. Pero cuanto más me acerco a la fuente de los susurros, más pierdo la esperanza de que se trate de personas. Suena como el gorgoteo de un arroyo, sobre todo porque la vegetación del desierto, siempre ávida de la más mínima gota de agua, se está volviendo más espesa. Por lo menos podré beber un poco. Echo a un lado varias ramas de acacia y me paro en seco. Creo que he visto una silueta blanca entre el follaje. Mi corazón late con fuerza y yo entrecierro los ojos para tratar de distinguir esta figura extraña sin ser descubierta.
¿Es una galabiya, la larga túnica egipcia tradicional sin cuello ni cinturón? Y si así es, ¿qué podría estar haciendo una persona sola en plena noche en este inhóspito lugar? No, es algo más grande, que permanece inmóvil, alerta y consciente de mi presencia. De repente, la silueta se estremece, da un salto nervioso y sale en estampida a través de los arbustos. Puedo oír cómo se aleja un repiqueteo de cascos sobre el suelo pedregoso y luego se detiene de nuevo. ¡Es un caballo blanco! A pesar del susto de muerte que me ha dado y de
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la precaria situación en que me hallo en este cañón remoto, la suerte de encontrar este caballo hace que mi corazón se hincha de alegría. Una única idea se apodera de mi mente: ¡Tengo que encontrarlo!
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En realidad, encontrarla. Es una yegua salvaje, tan esquiva como la luna. Camino despacio por el cañón, despejando cañas, ramas de tamarisco y esparto tupido. Para animarme a mí misma y acostumbrar a la yegua a mi presencia, tarareo una nana egipcia, cuya melodía recuerdo, si bien he olvidado la letra. Improviso una letra reconfortante para tranquilizar a la yegua. Tal vez funcione.
Ha decidido jugar al escondite. Cada vez que me acerco a ella, comienzan a temblarle los músculos bajo la piel y se aleja de mí, pero me consta que me está prestando mucha atención. ¿Podrá su curiosidad vencer al miedo? Sin dejar de tararear, voy acercándome poco a poco. Esta vez logro situarme a tres metros de ella. Bajo el increíble peso de su copete, un rayo de luna se refleja brevemente en sus grandes ojos negros al tiempo que su hocico palpita y sus orejas giran, indecisas, cual veletas al viento. Me quedo quieta de forma refleja, para no interrumpir este momento mágico. Canturreo mi melodía en voz muy baja, admirando la elegancia de la yegua, su perfil cóncavo, el porte elevado de su cola, sus fuertes músculos y su larga
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melena sedosa. Tiene el aspecto y la dignidad de un pura sangre árabe egipcio, muy codiciado en el mundo de las carreras. Es una Amira, una verdadera princesa. ¿Qué estará haciendo sola en este cañón hostil? ¿Se habrá escapado de alguna ganadería? ¿La habrán maltratado?
Esta hija de la luna está lista para huir a la más mínima sospecha o el más mínimo susurro de las hojas, aunque de vez en cuando agacha ligeramente la cabeza. Si tuviera una manzana o un terrón de azúcar que ofrecerle, tal vez se acercaría más. Poco a poco, sin apartar la vista de ella, deslizo la mano en el bolsillo trasero de mis vaqueros. ¿Quién sabe lo que podría contener? Una delicia turca aplastada, un sobre de azúcar que me llevara sin querer de la universidad… Pero este sencillo movimiento basta para despertar su miedo ancestral a los depredadores y la yegua huye de nuevo, con las orejas hacia atrás, coceando en señal de reto. No creo que vuelva y, al pensarlo, me sobrecoge un sentimiento de pena infantil, como cuando despierto de un maravilloso sueño.
Capítulo 4
Dejo escapar un profundo suspiro, estiro las piernas enquilosadas y trato de volver a la realidad, mucho menos encantadora. Es de noche y me encuentro sin medio alguno de comunicación o transporte, en algún lugar de las laderas rocosas de Wadi El Natrun, así llamado por el alto contenido del valle en natrón, una sal antiséptica y absorbente esencial para la momificación en el antiguo Egipto. Hoy en día se utiliza para la fabricación de vidrio: se recogen cristales dos veces al año en las orillas de los lagos de sal, que apenas atisbo en lo más hondo del valle. Me planteo dirigirme hacia los lagos para encontrar ayuda, pero si estuviéramos en la época del año en que se recoge el natrón, vería luz en los campamentos de los temporeros que contratan para tan arriesgada labor. Sin embargo, la única luz que emana de los lagos es el reflejo de las estrellas nocturnas. Así que tendre que, bien escalar la ladera de la montaña y tratar de encontrar algún tipo de camino, o bien seguir esta rambla seca con la esperanza de dar con una salida. Como escalar nunca se me ha dado especialmente bien, elijo seguir la rambla. Si alguna vez un torrente surcó este lecho para alcanzar las aguas del Nilo y desembocar en el Mediterráneo, yo también acabaré por llegar al mar… ¡Probemos!
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No puedo continuar. Me muero de sed. Me siento como si llevara horas caminando y no he hecho más que andar en círculos. ¡Maldita sea! Tropiezo por enésima vez y caigo de bruces, como un pajarito caído del nido. No sé si es consecuencia del accidente, pero es como si se hubiera roto una presa y las lágrimas de desaliento me abrumaran. Casi prefiero quedarme aquí, tendida en el suelo llorando sin consuelo, y dejarme morir. Tengo la impresión de divagar, de pedir ayuda entre lágrimas a mis padres, a mi tía Wadiha, a John y a Amira. De pronto, el sonido cercano de unas ramas que crujen me sonsaca del abatimiento y me insufla una descarga de adrenalina. Algo se acerca a mí por detrás. Se detiene. Se acerca de nuevo y me olisquea la mano. El terror da paso a una gran alegría. A través del cabello que me cubre los ojos reconozco a Amira, la yegua blanca, y siento cómo su aliento y su larga melena me acarician la mano, y luego el brazo. Se acerca más, me empuja con la punta del hocico y deja escapar un relincho ahogado, como si tratara de hacerme despertar, de levantarme. Me estremezco y ella recula. Entonces, con la mayor suavidad posible, me doy la vuelta y me obligo a levantarme, mientras ella me observa ansiosa. Pero no huye. Le susurro débilmente, al tiempo que me incorporo despacio, para no asustarla. Pero cuando empiezo a caminar hacia ella, sacude la cabeza y da unos pasos hacia atrás.
Capítulo 4
—¡No te vayas, Amira, por favor!
Me contempla durante largo tiempo, inmóvil. Se gira y da un paso adelante, luego otro. Gira la cabeza hacia mí, golpeando la pezuña. Creo que me está esperando, quiere que la siga. Así que voy tras ella. Avanza un poco, me espera, y yo la sigo lo mejor que puedo. ¿Adónde me quiere llevar?
Al poco tiempo me parece oír de nuevo el sonido del agua que tintinea. Tengo tanta sed. Debe ser una ilusión, ya que la vegetación es seca y escasa ahora; el roce con el follaje se parece más a las garras de un murciélago que a un masaje en el hammam tras un baño de vapor… Cierro los ojos y me concentro en ese repiqueteo ligero, lejano. Un hilillo de agua resbala por la pared y rebota gota a gota. El sonido se vuelve más apagado y profundo. Amira parece impaciente. Pisotea, indicándome que me mueva. Ahora me guía por un barranco estrecho. Salimos del lecho de la rambla entre rocas y nos dirigimos hacia un enorme peñasco de caras lisas, rodeado de arbustos. Me detengo, desconcertada. ¿Cómo voy a atravesar este peñasco?
Capítulo 4
Amira patalea con impaciencia, da vueltas y acaba por situarse detrás de mí y empujarme con la cabeza por la espalda para hacer que me mueva. Y me muevo. Camino hacia adelante siguiendo el barranco y me doy cuenta de que el eco del agua va creciendo en intensidad. Me giro hacia Amira, al darme cuenta de que me ha guiado hasta un manantial, pero se ha quedado bastante atrás. Asiente con la cabeza y luego relincha suavemente y parte en dirección opuesta. Es hora de que cuide de mí misma, parece estar diciéndome.
Me encuentro ante el peñasco, pero el manantial permanece invisible. Decido escalar un poco y apoyar la oreja a la pared, dado que el goteo de agua es mucho más intenso por aquí. Entre jadeos, piso sobre setos de espinos, me acerco a la pared y me agarro a una grieta. Cuando me pongo de puntillas para apretar la oreja contra la pared, patino de repente con unos pequeños guijarros, caigo de espaldas y acabo a cuatro patas contra un lecho de raíces, espinos y piedras. Regresa el dolor de rodilla, al que ahora se suma el escozor en las palmas de las manos. Maldigo mi torpeza mientras con una mano
Capítulo 4
trato de alcanzar la pared para ponerme en pie. Pero, aparte de unas pocas zarzas espinosas, mi mano no halla nada más que el vacío y me adentro de cabeza en las tinieblas…
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Capítulo 5
Parece que he caído en una cueva natural. No puedo ver donde termina. Es hora de encender la minilinterna. A gatas, me deslizo con cuidado por este pasaje rocoso, guiada por el sonido hipnótico del agua invisible. La sangre me palpita en la sien y mis sentidos se agudizan debido a la anticipación y la aprehensión. ¿Qué encontraré en el fondo de esta cueva? ¿Un nido de serpientes venenosas, una camada de caracales (linces del desierto) cuya madre me hará trizas con garras y colmillos para defender y alimentar a sus cachorros? ¿O tal vez una momia adornada con amuletos, dispuesta a echarme una maldición?
Después de arrastrarme por el túnel a cuatro patas unos diez metros, el techo deja de rozarme la cabeza. Si me agacho un poco, puedo caminar. La roca es tan espesa que parece que estoy encerrada en una nevera a 5 °C. Hace mucho frío y empiezo a temblar bajo la ropa empapada en sudor. La pendiente se vuelve más pronunciada y me conduce a una especie de caverna, donde puedo ponerme de pie. Estoy resoplando como un toro viejo, más seca que una momia y parece que los músculos se me van a paralizar, pero al menos
Capítulo 5
de momento no me he encontrado con nada desagradable. Exploro las paredes a mi alrededor con la luz de la linterna y descubro que por la roca situada a mi derecha corren riachuelos de agua que fluyen poco a poco hacia una especie de cuenca natural. Luego el agua desbordada se escurre por la cara posterior de la cuenca y se filtra por las rocas hasta donde no puedo seguirla. Me arrodillo, formo una concha con las manos y pruebo el agua, con la esperanza de que no esté demasiado salada por el natrón ni contaminada por fertilizantes químicos. Pero es agua dulce, sin regustos sospechosos, ya que se ha filtrado a fondo al atravesar la roca. Así que bebo con avidez, inmensamente agradecida a la yegua blanca que comprendió mi necesidad y me trajo a esta manantial. ¡Cómo me gustaría volver a verla!
Ahora que me he rehidratado, puedo marcharme por donde he venido y retomar el camino de regreso a la civilización. Un momento… algo duro se ha movido bajo mis pies y tintineado contra una roca. Un anillo, enganchado a otro… ¡Es una cadena de metal! ¿Es posible que otro humano se adentrara en esta cueva antes que yo?
Capítulo 5
Avanzo en cuclillas, siguiendo el recorrido de la cadena. Paso los dedos por ella como si fuera un rosario, con cuidado de no hacerme daño con las acumulaciones de óxido. El final está remachado a la roca, junto a la cuenca. Me doy la vuelta y sigo la cadena en sentido contrario, preguntándome adónde llevará. ¡Paf! Obviamente, en esta oscuridad más espesa que un puré de garbanzos, ¡no podía adivinar que tenía que arrastrarme de nuevo! Me froto la frente y me arrastro por el suelo como una serpiente para lograr pasar por debajo de este nuevo arco. Avanzo con prudencia, ya que la pendiente comienza a ascender y doy unas cuantas vueltas que me dejan completamente desorientada. Llego a un pasaje donde puedo volver a levantarme. Me estiro haciendo chasquear las vértebras de la columna y, entonces, mi antebrazo choca contra algo situado detrás de mí. Descubro un trozo de madera, encastado en un receptáculo al parecer metálico, remachado a la roca. Lo olfateo y reconozco un olor antiguo, como a quemado, en un extremo; debió servir de antorcha. Sigo el recorrido de la cadena y continúo explorando. Roca, roca y más roca… y luego el final de la cadena, remachado a la pared. Vuelvo a mirar a mi alrededor. Roca, roca y más roca de nuevo… Ah, ¡allí hay madera! Esta madera es casi plana, un tablón vertical. Y allá hay más tablones… ¿Tal vez sea una puerta?
Capítulo 5
Buscando el picaporte que me permita abrir esta misteriosa puerta, me doy cuenta de que estas tablas parecen haber sido puestas ahí sin estar sujetas a nada… ¿Sería para ocultar o sellar algo tras ellas? Las muevo con la mayor gentileza posible y aparece un estrecho pasillo rocoso. Me adentro con cautela. El pasillo me rodea por completo, pero no puedo estar de pie. Cada vez estoy más convencida de que los pasajes que he ido atravesando son obra del hombre… No tengo más remedio que seguir todo recto. Mi corazón palpita.
De repente, me golpeo los dedos del pie contra algo en mitad del camino… algún tipo de objeto plano. Más adelante, algo más arriba, hay otro… Es una escalera excavada en la roca. Subo los escalones irregulares con gran precaución, antes de toparme con lo que parece ser una segunda puerta. La empujo con suavidad para ver si se abre, pero la madera está tan podrida que cede de inmediato con un crujido siniestro. Una pila de pedazos de tabla y objetos no identificados cae al suelo, causando un ruido infernal. Mi nariz se llena de un polvo enmohecido y, asustada, desciendo varios escalones
Capítulo 5
mientras estornudo fuertemente. Un terrible pensamiento me asalta. ¿Habré cometido un pecado arqueológico imperdonable? ¿Qué pasa si acabo de romper un sarcófago de madera y destruido la momia contenida en su interior? ¡Habría profanado un lugar sagrado y aguado un gran descubrimiento!
Cuando se calma el estrépito y dejan de caer objetos, trato de recuperar la compostura. La arqueóloga en ciernes que llevo dentro se ha dejado llevar por la idea de descubrir una o varias momias, decoradas con objetos funerarios increíblemente preciados. Despejo metódicamente la escalera y subo a examinar mi hallazgo. Parecen ser piezas de tela, plegadas hace mucho tiempo, con tendencia a desintegrarse en polvo… Las pongo a un lado. Aquí hay fragmentos de un objeto de cerámica, probablemente de arcilla. Allá, un cáliz de madera agrietado. Por ahora, no veo huesos, vendas, vasos canopos ni amuletos; solo artículos banales de uso diario. Evidentemente, alguien habitó aquí en el pasado. ¡Bueno! ¿Qué secretos me aguardarán más adentro?
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Capítulo 6
Me siento como Howard Carter. Es el 26 de noviembre de 1922 y quiero gritar de desesperación. Tras numerosas excavaciones infructuosas en el Valle de los Reyes, hoy termina la última temporada de excavaciones programadas debido a la falta de fondos. De repente, un fellah grita como si estuviera poseído por el Salawa, el temido demonio con cabeza de chacal. Su pico de campesino acaba de chocar con un bloque de piedra. Se arrodilla, retira la arena que cubre el bloque liso y descubre un segundo bloque debajo… Son los escalones que conducen al lugar del descanso eterno de Tutankamón, que alberga su sarcófago de oro y fabulosos tesoros intactos.
Hmm… dudo que vayan a exponer los resultados de mi «prodigioso» descubrimiento en el Museo Egipcio de El Cairo, el Museo Metropolitano de Arte de Nueva York, el Museo Británico de Londres o el Louvre en París. Debe tratarse del antiguo refugio de un pastor o campesino, a juzgar por el mobiliario espartano de esta pequeña cueva. Un colchón de cañas tejidas que se deshace en polvo, un taburete de madera que se desmorona al tocarlo y una jarra de barro que se
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rompe al darle con el pie sin querer. ¡Qué tonta que soy! Dejo escapar un suspiro de decepción inmenso como la pirámide de Keops y aparto los escombros del taburete y la jarra con el pie, hacia la pared de roca. La idea de que una nueva Indiana Leyla Jones descubrirá esta cueva algún día me hace sonreír; ¡al menos no tropezará con estos restos otra vez!
Estoy impaciente por salir de la cueva. Cuando cuente mi desventura a mis compañeros, e incluso a John, nos echaremos unas buenas risas mientras bebemos té muy negro y muy dulce. Aún no ha llegado la hora de que mi nombre se convierta en leyenda (leyenda que espero que supere incluso a la de Alejandro Magno). Suspiro y me dirijo a bajar de nuevo las escaleras cuando de pronto mi corazón se acelera. Una enorme serpiente amenazadora surge del fondo de las tinieblas, con la cabeza altiva y hambrienta. Grito de pánico y retrocedo hasta lo más hondo de la cueva. ¡Estoy atrapada!
Con el corazón a mil, contemplo cómo se deslizan las escamas de la serpiente sobre los escalones de piedra. Cuando entre en la cueva, tendré que enfrentarme a ella, matarla antes de
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que llegue a morderme. Para mi desgracia creo reconocer una Naja Haje, a juzgar por su cuello hinchado en forma de disco. Esta cobra egipcia puede alcanzar los dos metros y medio de largo y produce un veneno neurotóxico muy potente. Si logra hincar sus colmillos en mí, primero me paralizará el sistema respiratorio y luego…
¡No quiero morir! Exploro las paredes de la cueva con el haz de mi linterna, en busca de algo que pueda protegerme o atacar a la Naja. Dudo que yo sea más rápida que ella, sobre todo porque no tengo ningún arma con que atacarla. Me haría falta una maza, pero no hay nada parecido por aquí. Tal vez podría arrojarle una pesada manta encima para que no me viera y me diera tiempo a escapar por las escaleras. Pero estos restos de algodón raído no me servirán… Recorro febrilmente la cueva. Tengo que encontrar una manera de deshacerme del monstruo, ¡rápido!
Algo se mueve en una oquedad de la cueva, o tal vez sea una sombra de las irregularidades de la roca. Apunto con la linterna en esa dirección, temblando. Si la Naja ha venido con su familia, desde el bisabuelo hasta el batallón de primos y primos segundos, ¡estoy realmente perdida!
Capítulo 6
Doy un paso atrás, tomo una esquirla de la jarra que rompí y la empuño con firmeza, como si fuera un puñal. Luego murmuro:
—¿Hay… hay… hay alguien ahí?
Obviamente, no recibo respuesta. ¿Qué me esperaba? Estoy tan aterrada que, por una vez, me gustaría que aparecería de la nada un príncipe azul a horcajadas sobre su caballo blanco ¡y cortara la cabeza de la Naja y de toda su familia de un solo golpe de sable! Sujeto con fuerza la esquirla de la jarra y camino hacia las sombras que bailotean en la roca. Algún instinto reflejo, sin duda supersticioso, me hace clavarla en la sombra, por si acaso estuviera viva. Pero mi puñal improvisado no atraviesa la roca, sino algún tipo de cortina, de su mismo color marrón. Al retirar la esquirla, la rasgo. ¿Habrá una salida oculta tras esta cortina?
Miro hacia las escaleras; aún no hay señal de la cobra. Con rapidez, echo a un lado los andrajos de la cortina y avanzo hacia lo que espero que sea una salida, pero lo que descubro me deja muda. Seguro
Capítulo 6
que no encontraré ayuda terrenal si sigo aventurándome hacia el interior, pero tal vez halle la salvación divina, con un poco de fe. ¡Tras esta cortina se oculta uno de los más increíbles templos del antiguo Egipto! Las paredes y la bóveda están cubiertas de bajorrelieves pintados que representan a los antiguos dioses, con la típica vista de perfil/tres cuartos/frontal. Bajo los rayos del disco solar divino Ra, reconozco a: Horus, encarnación del cielo y el sol con cabeza de halcón; Anubis, dios con cabeza de chacal que protege a los muertos; Tot con cabeza de ibis, dios de la luna protector de los escribas; y muchos otros, representados principalmente en escenas de ofrendas… ¡Se me corta la respiración!
Uno de estos dioses parece estar especialmente realzado, puesto que recibe gran cantidad de ofrendas, tales como jarras de aceite, loto, cereales, perfumes, etc. Sin embargo, este otro dios está representado por una sencilla momia humana de pie, ataviada con el tocado y el peto de un escriba… Es Ptah, claro está, patrón de los artistas y por lo tanto del «sânkh», aquel que da la vida, el escultor que creó esta obra de arte viviente… Luego mi mirada se
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desvía hacia una mujer de cuerpo y cara sublimes, que lleva una corona; me recuerda a alguien… A duras penas descifro los jeroglíficos grabados en lo alto…
«Nefertiti», que significa «la belleza ha llegado».
Mis manos no paran de temblar. No me puedo creer lo que he descubierto. ¿¿¿Podría ser este el cartucho de Nefertiti, reina cuya belleza era legendaria??? Busco una representación de su esposo, Akenatón, faraón junto a quien reinó hace más de 3.300 años. Pero él no aparece en los bajorrelieves. Entonces reparo en los pequeños jeroglíficos bajo los pies de la reina, que indican el nombre del siervo de Ptah, el sânkh Ptahmose…
Mi mente vuela libre, imaginando una historia de amor imposible entre un humilde escultor y la más inaccesible de las reinas, cuando de repente la luz de mi linterna empieza a indicar que se está agotando la pila, devolviéndome de golpe a la realidad. Debo mostrar al mundo este descubrimiento histórico. ¡Soy la única que puede hacerlo! Pero ¿qué pasaría si muriera aquí por una mordedura de cobra?
Capítulo 6
Aparto la linterna, ya inservible, me guardo la esquirla en un bolsillo de los vaqueros y arranco lo que queda de cortina. Respirando profundamente, me adentro en la oscuridad hacia las escaleras, dispuesta a echar la tela sobre el animal y apuñalarlo salvajemente…
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Capítulo 7
Una luz irreal y rasante penetra por una fisura de la bóveda, proyectando un rayo de luz sobre la cara de la cobra inmóvil… ¡No ha movido ni una escama! Sacudo la cabeza para ahuyentar la sensación de vértigo debida al aturdimiento que me abruma, a causa de este extraño fenómeno que tiene lugar ante mis propios ojos. Como hipnotizada, observo cómo la luz se intensifica lentamente, desciende por el cuerpo de la serpiente, se torna naranja, luego amarilla y por último palidece, sumiendo a la forma de cobra en una tranquilizadora penumbra. Me fallan las piernas y acabo sentada en los escalones, tratando de reaccionar. Esta luz debe ser la del alba y la serpiente no es más que un grabado pintado en la pared de roca, a lo largo de la escalera. Pero ¿cómo pudo una pintura causarme una impresión tan real y hacerme creer que la cobra estaba viva? El artista que la pintó debió haber detectado este fenómeno luminoso y utilizarlo para transmitir un mensaje a quien pasara por aquí, pero ¿cuál? ¿Y por qué una serpiente?
Dejo caer la cortina y la esquirla de terracota, que ya no me sirven, y bajo poco a poco las
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escaleras en dirección a la inofensiva serpiente. En las religiones monoteístas, la serpiente simboliza el mal. No hay más que mirar lo que les sucedió a Adán y Eva cuando sucumbieron a la tentación de la serpiente… Pero en otras creencias, las serpientes representan la inmortalidad, el infinito, las fuerzas subyacentes que conducen a la creación de la vida… Para los antiguos griegos, el uróboros —serpiente que engulle su propia cola— era símbolo de la autofecundación y la renovación constante. Los egipcios, por su parte, veneraban al Uraeus, cobra sagrada protectora de los faraones. Lo mismo que los agricultores, ¡puesto que las serpientes comen insectos y ratones! Este mensaje es un poco demasiado subliminal para mí. ¿Cómo podré resolverlo? De pie ante la cobra, que me mira con ojos amenazantes moteados de verde y oro, recuerdo una leyenda egipcia que me daba mucho miedo cuando era pequeña. Es la leyenda de una serpiente nefasta, maestra de las fuerzas hostiles que se rebelan contra el orden mundial, la terrible Apofis…
Cada mañana, la inmensa serpiente Apofis atacaba la barca celeste de Ra, dios del sol, con la esperanza de impedir que llegara a su
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destino. Isis utilizaba toda su magia para despojar a Apofis de sus sentidos y así desorientarla. El gato de Ra, Bastet, la cortaba en pedazos con un cuchillo de grandes dimensiones. Set la atacaba con su arpón. Los defensores salían victoriosos y el horizonte se teñía de rojo con la sangre de la serpiente. Sin embargo, Apofis nunca dejaba de luchar. Al mediodía, se bebía toda el agua del río celestial para inmovilizar el medio de transporte del dios sol. Pero, afortunadamente, los seguidores de Ra la obligaban a escupir el preciado líquido y, por la noche, la sangre de la serpiente inundaba nuevamente el horizonte hacia el oeste.
Creo que tras esta leyenda faraónica yace un mensaje universal. Si Apofis es constantemente derrotada, pero nunca destruida por completo, no cabe duda de que su existencia es parte del universo. Nos recuerda la fragilidad del orden universal, que es necesario mantener para que las fuerzas del caos no se hagan con el control. Ooooh, me estoy poniendo demasiado filosófica, ¡yo no soy así! En cualquier caso, imaginar a Ra enviando a Apofis de vuelta a las sombras me tranquiliza y, bajo la pálida y tenue luz que ahora se filtra por la fisura de
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la bóveda, trepo por las escaleras, decidida a dejar el refugio tal como lo encontré. No por obsesión, como cuando limpio el salón de belleza de la tía Wadiha a la hora del cierre, sino por respeto a los principios arqueológicos. Cuando vengan los «jefes» a examinar mi descubrimiento, se encontrarán el lugar lo más parecido a como estaba cuando yo llegué. Trataré de volver a colgar la cortina.
Cuando la arranqué, recuerdo que cayó un aluvión de piedras al suelo. En aquel momento solo pensaba en la cobra, no en cómo colocaría de nuevo la cortina. Observo más de cerca un fragmento que aún pende para tratar de entender cómo colgaron la cortina en su día. Al mismo tiempo, paso la mano por encima del frontón del arco de entrada y el trozo que cuelga. Parece como si hubieran hecho una ranura en la roca, sujetado el extremo de la cortina sobre ella y luego clavado estacas de roca y madera con un mazo. Vaya, parece que hay un receso bajo la cortina, al final del arco… Deslizo la mano por debajo de la cortina y descubro una especie de nicho tallado en la roca. Con suerte, encontraré los tres utensilios que utilizaban los sânkhs: un mazo de madera, un cincel
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de cobre y un pulidor. Me pongo de puntillas y meto la mano a tientas en el interior del nicho. Por la textura de lo que toco, pronto comprendo que no me servirá para cincelar. Estoy decepcionada, pero por curiosidad saco el objeto del nicho igualmente. ¡Oh, cielos! Es un rollo de pergamino o papiro, con los bordes ligeramente erosionados.
Soy bien consciente de que nunca se debe manipular este tipo de material sin tomar grandes precauciones, que incluyen humectación y aplanamiento previos, pero estoy demasiado emocionada y empiezo a desenrollar sus hojas agrietadas. Unas primeras letras descoloridas parecen estar en griego, griego antiguo, creo. ¡Diablos! ¡¿Por qué aprendería a leer jeroglíficos y no griego?! No importa, se lo dejaré a los expertos. De mala gana dejo el rollo donde estaba, pliego la cortina a los pies del arco y salgo de la cueva, no sin antes echar una última mirada a Ra, dios del sol, con la esperanza de que ilumine mi camino.
Me marcho por donde he venido, primero de pie, luego a cuatro patas y más tarde reptando como una serpiente, imitando a la inversa las etapas del crecimiento humano, bebé, niño y adulto.
Capítulo 7
Cuando por fin dejo atrás la sucesión de pasajes y cuevas y puedo volver a levantarme, me saluda un amanecer victorioso. Respiro profundamente y celebro el despertar del valle. Tras la opresiva oscuridad del pasaje, me deleito en el colorido del valle, hecho de matices de arena, ocre, roca y follaje. Cuando alzo la vista, distingo a contraluz una serie de crestas cinceladas por el sol naciente. ¿Tendré fuerzas suficientes para escalar tanto, tan solo para hacerme una idea de dónde estoy? Debo encontrar la carretera que pasa por los monasterios coptos, aún activos. Desde allí hallaré alguna manera de contactar con el equipo arqueológico de Alejandría; deben estar preocupados por lo que le haya podido suceder a su becaria. Luego informaré de mi descubrimiento a la universidad y a mi profesor de arqueología. Seguramente sepan a qué servicio de antigüedades nacionales debo dirigirme para revelar y proteger este histórico lugar. Y le pediré a John que venga a recogerme en su viejo Simca. ¡Y puede que los bondadosos monjes me ofrezcan algo de comer!
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Capítulo 8
Empiezo mi lento ascenso hacia las crestas cuando un relincho rompe el silencio rocoso de las montañas, hasta ahora solo entrecortado por crujidos y zumbidos minúsculo de insectos. Me paro en seco y busco a mi alrededor una sombra blanca, pero no puedo ver nada a través de las cortinas de acacias y los salientes rocosos. Comienzo a entonar mi canción de cuna otra vez, con la esperanza de atraer a la yegua, y pronto oigo un nuevo relincho. Me dirijo hacia el lugar de donde proviene, prestando atención al más mínimo movimiento de las rocas bajo mis pies, al menor roce abrupto contra la maleza. Y veo mi paciencia recompensada al hallar la yegua en un claro, medio oculta tras un peñasco. Es como si estuviera esperándome, como si supiera que yo vendría. Amira, mi princesa. Da varios pasos, temblorosa, y noto que cojea de la pata trasera izquierda. Decido no moverme, para dar tiempo a que me tome confianza. La yegua duda, da vueltas, avanza varios pasos y luego recula, pero mi melodía la anima a acercarse, centímetro a centímetro. Cierro los ojos. Ahora está muy cerca de mí. Su aliento me hace cosquillas en la palma de la mano tendida. Noto los bigotes de su hocico
Capítulo 8
mientras me olisquea. Da un paso atrás y se acerca de nuevo. ¡Ay! Me está masticando el pelo, deshaciendo lo que queda de mi moño. Yo me esfuerzo por no moverme mientras me resopla en el cuello. Hmm, creo que relame el sirope dulce que está pegado a mi camiseta. Intentaré no moverme a pesar de las cosquillas. Abro los ojos poco a poco y me encuentro con su mirada, que me examina curiosa. Estiro la mano despacio hacia su cuello y la acaricio suavemente. Tiembla, pero no huye. Hago acopio de audacia y le acaricio la mejilla, seguida de la frente y la punta del hocico. Ella agacha la cabeza ligeramente y de repente me empuja un poco, ansiosa. Luego da un paso atrás y me mira por el rabillo del ojo, con la cabeza alta hacia el cielo.
—No voy a hacerte daño, Amira, princesa de la luna, ven aquí —le indico, tendiéndole la palma de la mano de nuevo.
Sigo tarareando y, al cabo de un rato, la yegua sacude la cabeza, viene hacia mí de nuevo y me permite acariciarla.
—Muy bien, eres un buen caballo —le digo mientras le acaricio el cuello.
Capítulo 8
Poco a poco, deslizo los dedos por su lomo y sus costados. Poso una mano sobre su grupa y deslizo la otra por la pata trasera izquierda; el casco apenas toca el suelo. No noto ninguna herida ni inflamación hasta llegar al espolón; entonces ella dobla la pata bruscamente y se aleja de mí, otra vez alerta. Empiezo a animarla de nuevo y vuelve a mí. La engatuso varias veces hasta que dobla la rodilla y me deja sostener su cuartilla y levantar el casco. Tras algunos intentos fallidos, accede a reposar la cuartilla sobre la palma de mi mano. Creo que nunca la han herrado. Descubro una piedra afilada incrustada en la pezuña, en mitad de la ranilla. Con cuidado, me las arreglo para extraerla. La yegua patea un poco, sorprendida, obligándome a soltar el casco. Se escapa y galopa en círculo antes de pasar al trote, asombrada de poder desplazarse sin cojear. Vuelve a resoplarme en el cuello y yo le acaricio la espalda, contenta de haber podido ayudarla. Luego se escapa de nuevo, trota hacia los árboles y viene hacia mí, como invitándome a que la siga. Avanza y espera a que yo la alcance a cada poco, hasta que dejamos atrás la zona de árboles y rocas que parecen conformar su territorio. A continuación, se sitúa detrás de mí, empujándome por la espalda para hacerme caminar. Después de rebasar una barrera de tamariscos, me encuentro con el inicio de un desierto de arena y pequeñas piedras. La animo a seguir la ruta a mi lado, pero ella sacude la cabeza, da un paso atrás y se alza de repente como para decirme adiós, antes de salir trotando de vuelta a su territorio. Se me encoge el corazón al verla marchar; la contemplo hasta que la pierdo de vista. Dejo escapar un largo suspiro y me pregunto por qué me ha guiado hasta aquí, únicamente para abandonarme. Me vuelvo hacia el panorama que se abre ante mí y grito de sorpresa: ¡puedo ver indicios de presencia humana en el desierto, a lo lejos! ¡Debe de ser el valle de los monasterios!
Capítulo 8
Recuerdo lo que el tío Maroun, marido de la tía Wadiha, me contó sobre los monasterios coptos de este valle. Durante los siglos III y IV, miles de cristianos que huían de la persecución de los romanos se refugiaron aquí, en Wadi el Natrun, incluidos María, José y el Niño Jesús, perseguidos por los soldados del rey Herodes, antes de continuar su camino hacia El Cairo. Este valle se convirtió en la cuna del cristinanismo monástico. En las cuevas que dominan el desierto, estos exiliados sobrevivieron alimentándose de los escasos recursos de algunos oasis vecinos. Posteriormente erigieron monasterios para practicar su fe en secreto. Mejor o peor, los monasteriores resistieron tanto a las numerosas invasiones como a la gran peste del siglo XIV. Actualmente tan solo cuatro de ellos siguen activos. Cerca de 200 monjes los habitan aún, siguiendo los pasos de los ermitaños del Antiguo Testamento venidos al desierto para meditar y orar… De este a oeste, tenemos San Macario (Abu Maqar), San Bishoi, el monasterio sirio (Deir el-Suryan) y el monasterio de Al-Baramus (Deir al-Baramus). Están ubicados a pocos kilómetros entre sí, pero cada monasterio es autosuficiente, ocultos tras las murallas que los protegieron de los ataques beduinos durante la Edad Media.
Capítulo 8
Atravieso la arena ocre salpicada de rocas que me separa del monasterio más cercano. Luego me acerco a una especie de pequeña aldea, donde distingo varios jardines y edificios de adobe. Tomo unas callejuelas que pronto me conducen a la entrada del monasterio. Reina un silencio absoluto. Dudo un momento antes de entrar en el patio desierto, plantado de palmeras. ¿Por qué no hay señal de vida? Un momento. Si mal no recuerdo, cuando no están ocupados en actividades puramente religiosas, los monjes dedican el tiempo a trabajar, tejer esteras y canastos, prensar aceite de oliva, cultivar las huertas y desarrollar otras labores, ¿verdad? Tal vez estén en mitad de la oración y yo haya llegado en un momento inoportuno, ¡pero tengo que encontrar a alguien que me ayude!
Sigo adentrándome en el patio. Veo cinco capillas. Uno de estos edificios llama particularmente mi atención y me dirijo hacia él. Me impresiona la belleza de su arquitectura sencilla, que presenta arcos y cúpulas redondas de modesta altura y gran dulzura, del color de la arena del desierto. Cruzo una puerta de madera abierta y me adentro en una suave
Capítulo 8
penumbra, levemente iluminada por los rayos de sol que penetran a través de las pequeñas aberturas de los muros y las cúpulas. Admiro los muros y los techos redondos, decorados con frescos religiosos. Aunque no soy creyente, me sobrecoge la poderosa espiritualidad que emana de este lugar…
Entonces detecto un par de sandalias de hombre junto a la entrada, cubiertas de polvo. Por respeto a lo que supongo que será una costumbre local, me quito las deportivas y camino despacio hacia la parte de atrás de la iglesia: el coro. Y entonces descubro, al pie de un gran altar de piedra, una silueta negra tendida en el suelo. Debe ser el monje de las sandalias. Está prosternado sobre el frío suelo, al estilo de los primeros cristianos. No puedo evitar pensar que esta postura de oración es muy similar a la de los musulmanes. No me atrevo a molestarle, así que me quedo a pocos pasos, en espera de que se levante. En este punto, mi estómago vacío decide proferir un desagradable rugido, que rompe el silencio de la iglesia y asusta al pobre monje. ¡Estoy tan avergonzada que no sé qué hacer!
Capítulo 8
—Lo… lo siento, abuna, no quería molestarle…
El monje se estira, levanta y persigna ante la gran cruz copta y los iconos del altar. Luego se da la vuelta lentamente hacia mí. Lleva una larga túnica negra y una espesa barba oscura; tan solo sus fervientes ojos verdes destacan bajo sus pobladas cejas en esta oscuridad.
—Las visitas a San Bishoi están prohibidas durante la Cuaresma. ¿No has visto el cartel de la entrada?
Me siento tan incómoda como si me hubieran preguntado la lección en clase sin haber estudiado… Trato de contener un río de lágrimas y murmullo:
—Yo… Es que…
El monje sacude la cabeza y se dirige hacia la salida.
—Te acompañaré al exterior. Espera a que finalice la Cuaresma antes de regresar.
Capítulo 8
—Pero padre, abuna, he tenido un accidente de moto, he caminado kilómetros sin dormir, he descubierto una cueva con pinturas de dioses y jeroglíficos egipcios, que debe ser muy antigua, también hay manuscritos antiguos. Tengo que contárselo a mi universidad ¡y mi teléfono se ha roto!
Al oír estas palabras, el monje se pone firme, da media vuelta y me inspecciona con sus extraños ojos verdes de matices dorados.
—¿No se lo has contado a nadie?
Niego con la cabeza y mi estómago ruge de nuevo. Me flojean las piernas y estoy a punto de caer. El monje viene hacia mí y, de mala gana, me agarra por el codo y me ayuda a caminar.
—Soy el hermano Zacarías. Te llevaré al refectorio, allí podrás comer algo. Aquí no hay teléfono. Vas a explicarme lo que has descubierto a mí, y solo a mí.
Me dejo llevar, estoy demasiado débil para pensar… y para ahuyentar la imagen de los
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Capítulo 9
En respuesta a mi sorpresa por no encontrarnos con ningún otro monje de camino al comedor, recibo una explicación en tono doctoral, casi despectivo.
—Mis hermanos están recogidos en sus celdas. La Cuaresma es un largo camino de ascesis y oración que conduce a la Pascua, fecha en que damos la bienvenida y celebramos la alegría de la resurrección… Durante estos cuarenta días, el ayuno nos purifica, aligera nuestras cargas y nos ayuda a centrarnos en lo esencial.
¡Al final hará que me sienta culpable por atiborrarme ante él! Por suerte, me deja sola en la mesa bajo el techo abovedado del refectorio más bien austero del monasterio, con un plato, un vaso y una jarra de agua delante de mí. Devoro el mendrugo de pan, el queso de cabra y los dátiles que el hermano Zacarías me ha ofrecido tan generosamente. ¡Qué bien me siento! Ahora debería echarme una siesta. Pero en cuanto regresa, con un gran zurrón de piel de cabra y un bastón bajo el brazo, me doy cuenta de que la siesta tendrá que esperar…
Capítulo 9
¿Qué me impide protestar? ¿Es la mirada hipnotizante del hermano Zacarías, la autoridad contundente que desprende o la sensación de que le debo algo por la comida? No tengo ningunas ganas de volver a caminar hasta la cueva que descubrí, pero siento que no me queda otra opción. Me consuelo pensando que cuanto antes se acabe, antes podré salir de aquí…
El viaje parece interminable y a cada segundo temo que voy a perderme… Siento cómo me pesa en la espalda la mirada inescrutable del hermano Zacarías y lucho por librarme de la inquietud que me provoca. Creo que he encontrado la rambla seca. Entro en ella, apartando ramas y arbustos, pero tropiezo y me deslizo sobre mis posaderas hasta un pequeño montículo. La princesa de la luna surge ante mí cual una aparición. Me inundan olas de felicidad; podría quedarme aquí contemplando esta bella criatura durante horas. Entonces un brazo me agarra con fuerza y me obliga a levantarme. La yegua agacha las orejas y avanza amenazante hacia el monje, como para protegerme. El hermano Zacarías levanta el bastón y golpea las ramas que le separan de la yegua, gritando:
Capítulo 9
—¡Largo! ¡Fuera de aquí!
Como la yegua no parece dispuesta a ceder, el monje se inclina rápidamente, coge una piedra y la arroja con todas sus fuerzas a la yegua, que deja escapar un relincho de dolor antes de huir. Me pongo furiosa y me levanto para encararme con el monje.
—¡Eh! ¡Déjela en paz! ¡No le ha hecho nada! ¿Pretende apedrearla como un bárbaro o qué?
El odio que observo en los ojos del monje me hiela la sangre. Sin embargo, en una fracción de segundo se las arregla para componer sus rasgos en una expresión casi digna.
—Este caballo nómada irrumpe en las huertas que tanto nos cuesta cultivar. Es mi deber espantarlo. Venga, sigamos.
Me trago la rabia y me apresuro para alcanzarle por la rambla. Nos encontramos frente a la entrada de la cueva pintada. El hermano Zacarías deja el zurrón en el suelo y saca una gran linterna. Antes de que lo cierre de nuevo, logro
Capítulo 9
ver algo que se asemeja a un gran walkie-talkie. ¿Podría ser un teléfono vía satélite? Si no son visiones, ¡podría habérmelo ofrecido al menos para que le contara a mi familia lo que me ha pasado! Aunque en realidad mis padres están celebrando su vigésimo aniversario de boda en Hawái y lo tendrían un poco difícil para venir a buscarme, ¡pero eso él no lo sabe! Esta no es forma de hacer las cosas, ¡no me lo puedo creer! Pero antes de que pueda decirle nada, ya se ha inmiscuido en el pasaje…
Voy tras él. Es hora de arrastrarse de nuevo, pero es mucho más fácil ahora que nos guía la potente luz de la linterna del hermano Zacarías. Llegamos a la escalera de piedra tallada. El monje saca unos guantes de látex del zurrón y me dice que espere ahí mientras él examina la cueva. Me siento frustrada por no poder admirar los frescos de nuevo, pero no tengo ninguna autoridad sobre este hombre. Mientras él redescubre mis hallazgos, basándose en los datos que me ha ido sonsacando durante el trayecto, observo la Naja pintada, digiriendo mi rencor, durante un tiempo que parece una eternidad… Entonces la curiosidad me asalta y rasco las escamas pintadas. La pintura
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está bastante agrietada y me deja un rastro muy fino de pigmento en las yemas de los dedos. Me concentro en los detalles de la obra; cada escama se ha pintado con esmero. Descubro un trabajo de escultura fina, que aprovecha el relieve natural de la roca para acentuar el efecto de volumen. La garganta hinchada, estriada. Los colmillos venenosos bien tallados. Mis dedos se desplazan hasta el ojo, que tanto se parece al del monje. Las yemas de mis dedos perciben un material diferente bajo la pupila de la Naja. Froto un poco más fuerte y la pintura se desprende, dejando al descubierto una especie de placa dura. Temblorosa, rasco con la uña el resto de la pintura. Aparece un triángulo de bronce de base irregular, como fracturada. Consigo extraerlo con las uñas y rápidamente me lo guardo en el bolsillo de los vaqueros, al tiempo que reaparece la luz de la linterna en lo alto de las escaleras. El hermano Zacarías baja los peldaños, mientras sacude la cabeza y murmura, aparentemente angustiado.
—«Los mejores secretos se ocultan a plena luz…». ¿Qué querrá decir? ¿Estará la clave en estos documentos?
Capítulo 9
Sin siquiera reparar en mí, guarda una cámara digital en su zurrón, seguida de sus guantes de látex… Como poseído por lo que ha visto, se dirige hacia la salida y no tengo más remedio que seguirle.
Me conduce de nuevo a través de las montañas hasta una carretera asfaltada, sin mediar palabra. Poco después, hace un gesto a un carro tirado por un burro. El conductor para, besa la mano del monje, que lo bendice a su vez, y le pide que me acerque a la carretera del desierto para que pueda hacer autostop hasta Alejandría.
—Bi amrak, abuna, a su servicio, padre.
El hermano Zacarías aprieta mi hombro con fuerza hercúlea y fija sus ojos de cobra en los míos.
—La cueva está en territorio de los monjes. Me gustaría que no hablaras de ella con nadie hasta que hayamos orado y reexaminado el lugar. Dame tus datos de contacto y te avisaré cuando llegue el momento de revelar este descubrimiento al mundo científico. Te garantizo que alcanzarás la gloria terrenal. Pero hasta entonces…
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¿Quién dice que el hábito no hace al monje? La fuerte presión de su mano en mi hombro deja clara una amenaza que ni la sonrisa bonachona ni la cruz alrededor del cuello logran disimular, más que a ojos del amable conductor, que agacha la cabeza y esboza una sonrisa desdentada. Trago saliva y me apresuro a subir a la parte trasera del carro, que está llena de lana de oveja recién esquilada y rezuma lanolina. Me tapo la nariz con el cuello de la camiseta, tratando en vano de impedir que el horrible olor que emana de la lana, el sudor de animales estresados, penetre en mi nariz. A medida que el carro da tumbos por el camino, voy haciéndome un ovillo y me brotan lágrimas de cansancio y frustración. He perdido el teléfono y la moto, un monje psicópata me ha robado mi descubrimiento y no volveré a ver a Amira, la princesa de la luna, nunca más…
Debo haberme quedado dormida entre la suave lana a pesar del hedor. Con una amplia sonrisa, el conductor del carro me da un golpecito en la cabeza para despertarme y me indica un sendero de cabras que conduce a la autopista del desierto. Le doy las gracias
Capítulo 9
calurosamente y empiezo a bajar, luchando contra los calambres. Me doy cuenta de que no tengo ganas de reunirme con mis compañeros en el yacimiento de Alejandría. Necesito darme un baño para librarme del hedor que se ha aferrado a mi pelo y a mi ropa, y luego quiero darme un atracón de «dulces besos».
Pido prestado el teléfono móvil al primer conductor que para en la cuneta de la autopista y llamo a John para que venga a rescatarme. Hay veces en la vida en las que hay que dejar de lado los principios… Por una vez, estoy dispuesta a aceptar la ayuda del príncipe azul.
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Capítulo 10
Cuando John me recoge con su Simca 1000 en la cuneta de la autopista en la que le estaba esperando, ni siquiera pestañea. Pero cuando yo veo mi reflejo en el espejo de cortesía del asiento del pasajero, casi me desmayo. ¡Esta selva tropical de pelo negro enredado con lana de oveja y esta pinta de cadáver recién desenterrado asustarían a la más temible de las momias! En un intento de olvidar esta horrible visión, comienzo a narrar los entresijos de mis aventuras a toda velocidad. Pero John me interrumpe y me sugiere que se lo explique todo más tarde, cuando esté más calmada. Me informa de que, por supuesto, ha avisado a los arqueólogos de Alejandría del motivo de mi ausencia y ha pedido prestado el equipo de escalada de otro estudiante. Quiere recuperar los restos de mi moto para arreglarla.
—Lamento mucho tu accidente, Leyla. Nunca debí haberme ofrecido a apañar tu moto…
Aunque le repito una y otra vez que fue culpa mía, que no debería haberme apartado de la autopista, John insiste en asumir la culpa de mi accidente. Bueno, en vista de que
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parece ser una obsesión, me rindo y trato de indicarle dónde cayó la moto lo mejor que sé. Aparcamos en el arcén de la carretera. Cuando John ve la moto allá abajo, niega con la cabeza.
—Podrías haberte matado, ¡y habría sido por mi culpa!
—Hmm… Estoy vivita y coleando. ¿Quieres que baje contigo a buscar la moto?
—¡No permitiré de ningún modo que vuelvas a poner tu vida en peligro!
¡Muy bien! Dejemos que el boy scout se las arregle solo. Observo cómo despliega el equipo, lo ancla con firmeza y comienza a descender por el acantilado. Primero recupera mi casco y todos los objetos que dejé en el saliente rocoso que interrumpió mi caída; a continuación, baja hasta el lugar en que yace mi moto, en el fondo del barranco. La ata a la cuerda, planta los pies firmemente en el suelo y la iza colina arriba con sus brazos musculosos. Vaya, impresionante… Todo lo que tengo que hacer es agarrarla, arrastrarla al arcén de la carretera y esperar a que el rescatador regrese y me ayude a meter este montón de chatarra en el Simca.
Capítulo 10
Durante el proceso, nuestros cuerpos se rozan varias veces y me invade un extraño sentimiento de vergüenza. Un escalofrío me sube por la espalda. Aspiro profundamente el aroma de la colonia de John. Simplemente divino. Lo observo con disimulo, tan serio, tan dedicado y tan… atractivo, de pronto, con el pelo alborotado, cubierto de grasa. Al ponerse de pie, retira un mechón de cabello con el dorso de la mano y sus ojos, azules como los mares del sur, miran fijamente a los míos. De repente quiero permanecer allí, caer en sus brazos y…
Pero en lugar de eso, se acerca al lado del pasajero y abre la puerta para que yo entre, como un verdadero caballero. ¡Cielos! ¡Tengo que acabar con todas estas fantasías! Subo al coche de un salto y emprendemos el camino hacia El Cairo. Abro la ventanilla discretamente para que no nos ahoguemos por culpa de mi hedor y hago ver que estoy dormida para que John no se dé cuenta de los sentimientos que provoca en mí. Creo que debo haberme quedado profundamente dormida, porque al abrir los ojos, descubro que el Simca está aparcado en un callejón sin salida de El Cairo.
Capítulo 10
John deja que me despierte por mí misma. Desaparece por la puerta de un edificio y regresa varios minutos después, con una cálida sonrisa.
—Te he preparado un baño y he ido a buscar algunas toallas y una muda de ropa. Puedes dejar tu ropa… sucia en una bolsa de plástico. Mientras tanto, llevaré tu moto al garaje de aquí detrás. Es la primera a la derecha. El cuarto de baño está a mano izquierda. Siéntete como en casa. No te molestaré.
Ya sé lo que dirá la tía Wadiha cuando le cuente todo esto:
«Ves, te lo dije. Puedes ser una jovencita fuerte e independiente, pero a veces es bueno tener un compañero en quien confiar. Seguro que es un buen chico. ¡Invítalo a casa a cenar!»
Pero creo que no voy a dejar que le someta a un interrogatorio en toda regla. No aún, al menos… Por ahora, doy las gracias a John y salgo corriendo escaleras arriba hacia su apartamento, deseosa de asearme. Tras cruzar la puerta de entrada, descubro una
Capítulo 10
bonita sala de estar, un sofá acogedor y una mesa de centro oriental, así como estantes repletos de novelas y libros sobre arqueología. Este escritorio junto a la ventana debe ser su lugar de trabajo. Aquí hay más libros, un PC de última tecnología con escáner e impresora y un equipo para analizar tesoros arqueológicos: cepillos, piquetas, instrumentos de medición, microscopio, cuadernos y un arsenal de cajas, cedazos, tubos de ensayo, diapositivas, pinzas, etc. Es obvio que la arqueología le apasiona, lo cual me emociona. Pero bueno, no voy a dedicarme a escudriñar su casa; sería de lo más vulgar. Abro una puerta pensando que es la del baño, pero en realidad da a su dormitorio. La cierro rápidamente, avergonzada, y abro la puerta de al lado que, ahora sí, es la del baño. Cierro el grifo de la bañera, veo que hay toallas sobre un taburete y miro la muda de ropa. ¡Uf! Una camiseta grande y unos pantalones de deporte. ¡Qué cosas! Por un instante tuve miedo de encontrarme ropa de chica, de su novia… pero al revisar el lavabo me quedo tranquila; solo hay una maquinilla de afeitar eléctrica y un único cepillo de dientes. Me encojo de hombros y me río de mis pensamientos ridículos. Acto seguido, me quito la ropa y me sumerjo con gran agrado en mi baño reparador…
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Capítulo 11
Sentada con las piernas cruzadas en el sofá, disfruto de los meze que John ha comprado para cenar, sin disimular mi placer. Es increíble lo considerado que es este chico. También él se ha aseado y cambiado de ropa, y ahora estamos cómodamente instalados en su sala de estar. Mientras mordisqueamos deliciosos rollitos de queso y pasteles de hojaldre rellenos de carne y verdura, comentamos mis desventuras, nuestras vidas y nuestros intereses. Es muy agradable conocerse de este modo, fuera de los muros universitarios. Cuando le hablo de Amira, descubro que a él también le encantan los caballos.
—¡Qué maravilloso encontrarse con una princesa así! —dice con voz de ensueño.
—¡Gracias por el cumplido —bromeo—, pero no tengo sangre azul!
—¡Me refería a la yegua! Hmm… pero tú tampoco estás nada mal —añade rápidamente—. Quiero decir que un pura sangre árabe salvaje confió en ti. Es muy poco habitual, porque son orgullosos y difíciles de domar. ¿Conoces la leyenda
Capítulo 11
que solían contar los jinetes egipcios? Alá creó el caballo de un puñado de viento. Entregó este hijo del viento al hombre, diciéndole: «Ve, y a su lomo probarás los placeres que te he reservado en el paraíso».
—Amira sería hija del viento y de la princesa de la luna… ¡Me encantaría volverla a ver!
Nos quedamos en silencio un momento, sumidos en este cuento de hadas. Quiero pedirle que venga a pasar un fin de semana con mis padres. Podría enseñarle el oasis que mi padre ha conseguido que cataloguen como reserva ornitológica y solo puede cruzarse a pie, en barca o a caballo, pero no me atrevo. Tal vez cuando nos conozcamos mejor, acepte ser llamada «mi codorniz», «mi patito», «mi gorrión» u otros ridículos nombres de ave delante de él. El silencio planea sobre nosotros como una bandada de tórtolas hasta que John, de repente, se da una palmada en la frente, va hacia su escritorio y abre un cajón. Saca un teléfono móvil viejo y me lo da.
—Es el mío de antes. Ya no lo uso. Si te puede servir… Has dicho que conseguiste recuperar la tarjeta SIM después del accidente, ¿verdad?
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—Aún debe estar en mis vaqueros. Voy a buscarla. Es muy amable de tu parte.
Cuando regreso del baño, debo tener un aspecto un poco extraño porque John me mira preocupado.
—¿Qué pasa? ¿No la encuentras?
—Sí, la tengo, pero también he encontrado esto, casi se me olvida —le digo, entregándole el triángulo de metal que descubrí bajo el ojo de la cobra pintada y guardé en el bolsillo de los vaqueros—. ¿Qué crees que puede ser?
John se frota las manos y luego se levanta y viene hacia mí. Sostiene el triángulo de metal con las yemas de los dedos, lo acerca a la lámpara y levanta una ceja, sorprendido.
—¿Te has dado cuenta de los signos que tiene grabados?
De golpe, nos olvidamos de la cena y nos centramos en el misterioso triángulo. John hace un poco de sitio en su escritorio y coloca el triángulo en una
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bandeja iluminada, recubierta por una lámina de plástico. Me acerca una silla y me pasa un pincel. Tomo el triángulo y le quito el polvo y los restos de pigmentos de colores y fragmentos de roca. Luego lo sostengo con unas pinzas finas y le doy la vuelta para limpiar la otra cara. Para recoger los restos, John enrolla la lámina de plástico en forma de embudo y vierte los trozos pequeños en un tubo de ensayo.
—Podemos analizarlos en el laboratorio de la facultad.
John coloca el triángulo sobre la bandeja, junto a una regla, y fotografía ambas caras con su teléfono móvil de última generación. Transfiere las imágenes a su PC y a continuación se sienta y observa fijamente la pantalla durante un rato, con desaliento. Entonces dice:
—Está roto… Lástima.
—¿Perdona?
—Es solo un fragmento de algo más grande. Si tuviera el conjunto, tal vez podría descifrar los grabados que hay en él. Mira, además de todas estas formas
Capítulo 11
geométricas, tenemos estos símbolos. Son letras griegas, pero no significan nada dispuestas de este modo.
¡Sabía que tenía que haber estudiado griego antiguo en lugar de jeroglíficos! Pero con que uno de los dos sepa… Reflexiono intensamente.
—Perdóname por ser fan de los faraones, pero el triángulo… ¿no podría ser la cúspide de una pirámide?
John teclea en su ordenador con virtuosismo al tiempo que hace piruetas con el ratón. Abre varias fotos de las pirámides de Giza y coloca la imagen del triángulo en lo alto.
—No, mira. El ángulo de la punta del triángulo mide exactamente 36°. Es mucho más estrecho que tus pirámides y, además… ¿¿¿36°??? No puede ser una coincidencia. A menos que esté muy equivocado…
Oh, va demasiado rápido para mí… Con unos cuantos clics de ratón, John toma las medidas del triángulo y lo coloca en el extremo de una de las cinco puntas de una estrella. O es mago, o yo de verdad soy nula para la geometría. Al ver mi cara de desconcierto, me pregunta:
Capítulo 11
—36°, el pentagrama, Pitágoras, la razón áurea. ¿No te dicen nada?
—Nunca me han apasionado las matemáticas, lo siento. Lo único que entiendo es que este triángulo es una pieza del rompecabezas, probablemente de una estrella de cinco puntas, grabada con signos incomprensibles. No tenemos más que un fragmento de la estrella y no creo que los demás estén escondidos bajo la pintura de la serpiente en la caverna. Lo habría notado. Por tanto, los demás fragmentos están en otra parte, y hasta que logremos reconstruir el rompecabezas, no entenderemos nada, ¡y nuestro triángulo será tan inútil como un calcetín desparejado! Tú que eres tan listo, ¿sabes dónde pueden estar los pedazos de estrella que faltan?
—No —responde el genio—, pero trataré de averiguarlo. No te prometo nada.
Mientras él se concentra en su ordenador, yo me paseo por el salón, pasando la mano por el borde de los innumerables libros que cubren las estanterías, saboreando este perfume dulzón tan típico del papel
Capítulo 11
viejo. Perfume, papel, pergamino, papiro… Inconscientemente, estas asociaciones me recuerdan a los rollos escondidos en el receso de la cueva pintada, que el hermano Zacarías se llevó consigo. ¡Ay, si los hubiera guardado! John podría descifrar lo que estaba escrito en ellos, visto que sabe griego antiguo, ¡y tal vez ahora podríamos entenderlo todo! Me invade una ola de frustración y me entran ganas repentinas de depilar al monje de pies a cabeza con el caramelo de mi tía. La idea me hace reír y John interrumpe su actividad para preguntarme qué me hace tanta gracia. Cuando se lo explico, hace una mueca de terror.
—El suplicio del caramelo… ¡No sabía que fueras tan sádica! ¡Prométeme que si alguna vez te enfadas conmigo, no me vas a depilar!
Por supuesto que no. Y no veo tampoco cómo podría hacerme enfadar. Pero la idea de tenerle a mi merced, tumbado, prácticamente desnudo ante mí, me provoca un agradable cosquilleo por todo el cuerpo. Borro rápidamente de mi mente esta imagen, tan inapropiada como distractora, y vuelvo a mi preocupación principal: los rollos manuscritos. ¡Si tuviera alguna manera de robarlos sin que el hermano Zacarías me pillara!
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Capítulo 12
—Leyla, ¡ven rápido!
¿Qué? Me he quedado dormitando en el sofá mientras John seguía con la investigación y tardo un momento en recobrar el sentido. Me siento a su lado. John parece estar en trance.
—He enviado la foto del triángulo a las redes de estudiantes universitarios internacionales vinculadas con la arqueología griega. Uno me ha pedido que le contacte urgentemente por Skype.
Tan pronto como me coloco junto a John, aparece el rostro de un chico de cabello oscuro en la pantalla.
—Por favor, escúchenme con atención, no tenemos mucho tiempo. Me llamo Battushig y tengo información urgente para ustedes. Aquí en Mongolia, cerca del monte Altái, caí por una grieta de hielo y descubrí un caballo congelado, además de un cilindro de metal que usé de piolet. Gracias a mi caballo Altaïr, mi pueblo logró rescatarme.
Capítulo 12
Pienso que se trata de una especie de broma de mal gusto, pero Battushig continúa su relato, con toda seriedad.
—La Academia de Ciencias de Ulan Bator montó un laboratorio temporal cerca de la grieta y descubrió que el caballo llevaba allí casi 2.400 años. Luego dieron con el jinete, también petrificado, ataviado con una armadura idéntica a la que usaba la caballería del ejército griego de la época. Pero a partir de ese instante, Hannibal Corp asumió el control de las operaciones y se llevó todos los «descubrimientos» en aviones refrigerados a su centro criogénico de Massachusetts, en los Estados Unidos. Un antiguo estudiante de la universidad que trabaja allí me contó que el guerrero llevaba una letra de cambio y un salvoconducto firmados por el general Tolomeo en el 326 a. C.
—¿Tolomeo, el que fuera faraón de Egipto? —pregunto, cautivada—. Somos John y Leyla, por cierto.
—Exactamente, pero eso no es todo. Conocí en persona a este hombre, John Fitzgerald Hannibal, y aún tengo
Capítulo 12
escalofríos. Vino a Mongolia en su jet privado para recoger el cilindro que usé de piolet, supuestamente para llevarlo al laboratorio del monte Altái, pero en realidad se lo quedó. Este hombre es increíblemente poderoso e igualmente peligroso, créanme.
—¿Qué contenía este cilindro que fuera tan importante?
—Un segundo cilindro hecho de hueso con un mensaje codificado grabado. Gracias a la «red», a Salonqa, mi… mi amiga, y al profesor Temudjin de la universidad, conseguí descodificarlo. Pero para entonces Hannibal ya se lo había llevado. Supongo que ahora él también entenderá el mensaje grabado: Caballo de Alejandro, invencible a tus lomos llevarás una estrella de poder inmortal. Tras analizar las pruebas que hemos reunido, pensamos que el mensaje se refería a Alejandro Magno y a su caballo Bucéfalo. Pero también a esta estrella de cinco puntas, sello de poder que hacía que Alejandro fuese invencible.
—¿Una… estrella de cinco puntas de metal, grabada? —pregunta John.
Capítulo 12
—Sí, veo que comprenden rápidamente. El jinete congelado llevaba un triángulo de metal grabado, un fragmento de una estrella de cinco puntas. Leyla, el triángulo que encontró en la cueva es también parte de la estrella. Mira esta foto, que he combinado con la de John: encaja en la estrella rota perfectamente. Con el triángulo que ahora está en posesión de Hannibal…
—No estoy seguro de entender qué puede querer hacer Hannibal con estos fragmentos de estrella, Battushig.
—Desea juntar las piezas perdidas del sello de la omnipotencia que Tolomeo confió a los caballeros para que, supuestamente, las llevaran «muy lejos». El primer fragmento se encontró en Mongolia; el segundo, en Egipto; no sé dónde estarán los demás. Pero si John Fitzgerald Hannibal, con el poder de su red de inteligencia, su capacidad financiera y su dominio de la tecnología más sofisticada, da con ellos, podrá reunirlos y forjar de nuevo la estrella. ¡Entonces será igual de poderoso e indestructible que uno de los más grandes conquistadores —y dictadores— del mundo!
—¿Pero cómo podemos detenerlo?
—¡Los fragmentos no deben caer en sus manos! Empezando por la parte que ahora tienen ustedes. ¿Pueden encontrar un lugar seguro para esconderla lo más pronto posible?
John y yo nos miramos el uno al otro, atemorizados. Si Hannibal es una especie de araña que ha logrado infiltrarse en las redes de poder e información, ¿cómo podremos escapar de su tela? En este momento, el teléfono que John me ha prestado y que ahora contiene mi tarjeta SIM empieza a sonar sobre el sofá. Corro hacia él. John me hace señas para que active el altavoz. Me habla un hombre de voz grave y confiada.
—Hola, Leyla. Soy John Fitzgerald Hannibal. Tienes en tu poder un artículo de especial interés para un coleccionista como yo. Te ofrezco un millón de dólares por él.
Me quedo paralizada, incapaz de articular palabra. ¿Cómo me ha encontrado este hombre? ¿Cómo sabe que tengo el triángulo? ¡Y me ofrece un millón de dólares!
Capítulo 12
—Mi querida muchacha —prosigue la voz de Hannibal—, se trata de una oferta que, sencillamente, no puedes rechazar. Dentro de exactamente tres horas, entregarás este objeto al hermano Zacarías que, a cambio, te suministrará un maletín lleno de billetes. De lo contrario…
Cuelga.
En la pantalla, el rostro de Battushig se muestra terriblemente ansioso. Aprieta los puños.
—Tenía que habérmelo imaginado. Debe tener informadores indetectables dignos de la NSA estadounidense espiando todas las comunicaciones que hacen referencia a Alejandro Magno. Leyla, John, este hombre es peligroso. Está dispuesto a hacer cualquier cosa, incluso lo peor que puedan imaginar, para hacerse con estos fragmentos. No quiero ni pensar en lo que podría hacer con ustedes o con sus familias si no hacen lo que les pide. Me temo que no tienen más remedio que hacerle caso. Por favor, no corran riesgos…
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Capítulo 13
Rumio mi rabia durante el trayecto. Este hombre, Hannibal, tiene un inmenso poder y puede ejercerlo a su antojo, con total impunidad. John y Battushig me han dejado claro que nadie, ni siquiera la policía local ni la embajada estadounidense, nos tomaría en serio. Odio a los dictadores. Pero como todos los dictadores, que al fin y al cabo son humanos, debe tener alguna debilidad. Solo he de encontrarla y usarla en su contra. Pero hasta entonces tengo que dar el brazo a torcer. Me entran ganas de gritar. John, siempre tan pragmático, coloca el triángulo en una caja de muestras y la guarda en una pequeña mochila, junto con una botella de agua y otras cosas. Tiene la mirada sombría y no ha dicho ni palabra desde que salimos de El Cairo.
El monasterio de San Bishoi parece una visión espectral bajo el ojo de Osiris, el sol de la noche. Bajo el terciopelo celeste moteado de frías estrellas, los edificios silenciosos adquieren un color ceniciento, a medio camino entre el gris y la plata opaca. Mientras esperamos una señal en la oscuridad del patio del monasterio, de repente surge de la nada una silueta, que se materializa
Capítulo 13
entre las sombras como un fantasma. Ahogo un grito al reconocer al hermano Zacarías. El suelo de arcilla amortigua el eco de sus pasos.
—¿Habéis traido lo solicitado?
Su voz helada y amenazante me hace estremecer. John asiente, señalando la mochila. El hermano Zacarías le echa una mirada afilada como un bisturí, pero John no se inmuta y sostiene la vista. El monje nos insta a seguirlo. Cruzamos el patio, pasando por la iglesia de la Virgen y el refectorio. Luego subimos por una estrecha escalera que nos sumerge en la oscuridad. Un frío sepulcral me pone los pelos de punta. ¿O acaso es el miedo? John activa la función de linterna de su teléfono y el hermano Zacarías enciende la suya poco después. Algo más tranquila por la presencia de la luz, no mucho, sigo a los dos hombres por un pasillo polvoriento que huele a húmedo y a rancio. Cuando llegamos a una puerta, John pregunta:
—Señor, esto… padre, ¿es esta la cueva donde se refugió San Bishoi?
Capítulo 13
—No —responde el hermano Zacarías con desgana—. No es más que una cava de aceite.
—¿Pero no se descubrieron en estas cuevas, allá por el siglo XIX, unos manuscritos traídos por los monjes que huían de las persecuciones de Siria y Bagdad en el siglo VIII? Los manuscritos que Leyla encontró en la cueva pintada, y que usted ya habrá examinado, ¿son de la misma época?
El hermano Zacarías, sorprendido por la repentina avalancha de preguntas, se queda inmóvil por un instante y escrutina a John con sus ojos verdes y dorados. A continuación, responde:
—Se remontan a finales del siglo III a. C. ¿Por qué te interesa tanto todo esto?
—¿Qué relación hay entre estos manuscritos y el triángulo de metal que tanto ansía el Sr. John Fitzgerald Hannibal?
El rostro del monje se torna sombrío. Parece que estuviera hablando con alguien invisible, oculto detrás de nosotros.
Capítulo 13
—En él estaba escrito: «Los mejores secretos se ocultan a plena luz…».
De repente se empieza a reír de forma casi demoníaca, haciendo resonar el eco de su risa en los muros del pasillo.
—Señor, no me has considerado merecedor de comprender Tu mensaje… ¡La luz del sol! Y esta tonta…
El hermano Zacharias desborda su odio sobre mí como si de lava ardiente se tratara. ¡Cielos! La rabia y la frustración de este hombre, más peligroso que una cobra, me aterrorizan tanto que empiezo a dar tirones al brazo de John, balbuceando:
—¡Da… dale el triángulo, John! ¡Rápido!
—De eso nada. Si el Sr. Hannibal os prometió un millón de dólares a cambio del triángulo, ¡el intercambio debe realizarse como es debido! ¡Seguidme!
Avanza a trompicones por el pasillo hasta una puerta de madera cerrada con una gran llave, que abre con un gesto lleno de cólera.
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—¿Queréis ver la cueva donde se refugió San Bishoi? Aquí la tenéis. ¡La visita es gratuita! De aquí colgaba una cadena, que él se ataba al cabello para evitar quedarse dormido mientras meditaba, en espera de que Dios le enviara una visión… ¡¡¡Una visión!!!
Otra vez esa risa demencial. Le seguimos a medida que se adentra en la cueva del santo, donde recoge un maletín negro. Luego nos tiende la mano, como quien hace ademán de reclamar algo. Distingo en su muñeca una cruz negra tatuada, deformada por una serie de cicatrices inflamadas, como escarificaciones. Me produce escalofríos. Sin apartar los ojos de él, John mete la mano en la mochila, saca la caja que contiene el triángulo y la deposita sobre la palma del monje, que cierra la mano y se guarda la caja en un bolsillo. Entonces, rápido como una serpiente, agarra el maletín, sale corriendo de la cueva, nos cierra la puerta en la cara y gira la llave. ¡Nos ha encerrado!
Estoy paralizada por el miedo, pero al mismo tiempo me siento aliviada de no estar a merced del monje psicópata. Me vuelvo
Capítulo 13
hacia John, mientras un pensamiento bastante desagradable va tomando forma en mi mente. Con lo atlético que es, ¿por qué no ha tratado de detener al hermano Zacarías con una llave de judo, un golpe de karate o al menos un cabezazo? Ahora no estaríamos encerrados como idiotas.
Como si me leyera el pensamiento, John me muestra su teléfono.
—Preferí dejarle hablar. He grabado su confesión.
—¿Ah, sí? ¿Y eso nos va a ayudar a escapar de esta mazmorra?
—No, pero lo hará más tarde. Sígueme.
John baja la cabeza y camina hacia una oquedad de la cueva, en la que se arrodilla. Abre de un empujón una pequeña puerta de madera que conduce a un segundo pasadizo, mucho más estrecho que el primero.
—Los monjes estaban siempre preparados para todo tipo de invasiones en aquel entonces. Organizaron una manera de escapar del monasterio discretamente. Si me sigues…
Capítulo 13
—¿Pero no sabía Zacarías que acabaríamos por encontrar esta escapatoria?
—Probablemente. Imagino que pensó que nos sacaría suficiente ventaja para esconder el dinero en un lugar seguro. ¿Qué no haría alguien por un millón de dólares?
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Capítulo 14
Tras media hora caminando a paso ligero, el pasadizo se acaba y salimos a los sótanos del monasterio vecino, Deir el-Suryan. Subimos las escaleras que llevan al refectorio, desierto. Luego llegamos a un gran patio. En la penumbra de la noche alcanzo a distinguir dos altos campanarios y la torre maciza del Qasr que guarda la entrada del monasterio, un cubo blanco con aberturas minúsculas, cuyo puente levadizo bajado me recuerda a los castillos feudales de la Edad Media. Unas pequeñas cúpulas rematadas con grandes cruces treboladas surgen de las murallas del perímetro fortificado. Más capillas. ¿Cómo vamos a encontrar un alma aquí, en plena noche?
John se dirige hacia una de las capillas, en la que se aprecia un débil resplandor intermitente, como la luz de una vela. La puerta esta abierta. Nos descalzamos, entramos en la nave central y nos dirigimos hacia el coro —Khurus—, situado detrás de un gran porche de madera. Como magnetizada, alzo la vista hacia los frescos que cubren las paredes y la semicúpula; los colores se han desvanecido con el tiempo, pero todavía irradian cierta majestuosidad. Percibo
Capítulo 14
similitudes entre estos profetas, ángeles, arcángeles y santos y las pinturas egipcias de la cueva, como si el fervor de los creyentes, independientemente de su religión, se hubiera mantenido invariable a lo largo de los siglos. Un codazo de John en el costado me devuelve pronto a la realidad. Me insinúa que haga como él y me incline ante un grupo de monjes atemorizados, escondidos en las sombras a un lado del Khurus.
—Perdonen nuestra intromisión, hermanos, no teman.
El padre superior, el hemano Kyrillos, tras escuchar atentamente las explicaciones de John y ver la grabación del teléfono en su austero despacho, cierra los ojos y murmura una oración. Luego respira profundamente y nos mira a los dos, por tiempos.
—Debemos informar a nuestro patriarca, el padre Tawadros II, inmediatamente. Él sabrá qué decisión tomar con respecto al hermano Zacarías y a la cueva que habéis descubierto. Por favor, dadme el teléfono y esperadme aquí.
Capítulo 14
Ante nuestra mirada perpleja, se dirige a un gran icono que representa a Cristo crucificado, con su madre, María, a su derecha y el apóstol San Juan a su izquierda. Aprieta con los dedos el halo dorado de Cristo, la parte más brillante de la pintura, y un mecanismo oculto desplaza el panel de madera que sostiene el icono hacia un lado, revelando una segunda sala.
Alucinada, murmuro:
—«Los mejores secretos se ocultan a plena luz…».
Cuando el panel se cierra tras el hermano Kyrillos, John se levanta de su asiento y da unos pasos para estirar las piernas. Se detiene frente al icono para contemplarlo. Habla en voz alta, como si recitara una conferencia sobre arte bizantino.
—La cruz es la conexión entre cielo y tierra, es la horca convertida en árbol de la vida mediante la Pasión y Resurrección de Cristo, plantada en el Gólgota, «el lugar del Cráneo». En la cueva se encuentra el cráneo de Adán, prototipo de la humanidad mortal, semilla enterrada en la tierra que debe morir para dar fruto…
Capítulo 14
De repente John grita y corre hacia mí, con ojos desorbitados.
—¡¡¡Leyla, rápido, tenemos que salir de aquí ahora mismo!!!
—¿Qué mosca te ha picado?
—¡Aquel secreto, escondido en las sombras! ¡El cráneo tiene grabada la H de Hannibal Corp! ¡Seguro que el hermano Kyrillos también está compinchado con ellos!
A continuación, los hechos se suceden tan rápido como la arena que se escurre por un reloj roto. Oigo un zumbido, parecido a un motor, que se acerca rápidamente. Los rayos de luz atraviesan la oscuridad de la noche y las ventanas de la oficina, deslumbrándonos. El icono se mueve de nuevo y de la sala adyacente resurge el hermano Kyrillos, que nos amenaza con una pistola automática.
—Teníais que haber entregado el objeto al hermano Zacarías. Pero quisisteis jugar a ver quién era el más listo y él os consideró un estorbo…
Capítulo 14
¡No entiendo nada! Vi como John depositaba la caja de muestras sobre la palma de la mano del hermano Zacarías. ¿Qué reclama ahora el hermano Kyrillos? ¿Y por qué está John impasible?
—¿Quién es «él»? ¿El patriarca, o nuestro querido John Fitzgerald Hannibal? —dice John con frialdad, avanzando poco a poco hacia el hermano Kyrillos—. ¿Cómo logró corromperles? ¿Les prometió algún tipo de protección ilusoria para minorías? ¿Enterró secretos terribles que nunca deberían salir a la luz? ¿O simplemente les compró con sus millones?
El monje da un paso hacia atrás, perturbado por la actitud de John.
—Es inútil que os resistáis. ¡Los hombres del Sr. Hannibal se encargarán de vosotros en cuestión de segundos! ¡Dadme el triángulo auténtico ahora y evitaremos un derramamiento de sangre innecesario!
Me siento como una estúpida marioneta que contempla un duelo fuera de su alcance. ¿De qué triángulo hablan?
Capítulo 14
John se mete la mano en el bolsillo izquierdo del pantalón y saca una caja de muestras idéntica a la que entregó al hermano Zacarías. La sacude, haciendo sonar el triángulo en su interior, y camina hacia el monje.
—¿Es esto lo que quiere? Esta bien, usted gana.
El monje tiende la mano, desconfiado. Pero cuando se dispone a colocar la caja sobre la palma de la mano del monje, John hace un movimiento ultrarrápido: con una llave de judo, retuerce el brazo del monje y le obliga a soltar el revólver, entre gritos de dolor. John me lanza la caja de muestras y lucha con el monje, que ha logrado liberarse y está tratando de recuperar el arma. John le da una patada en la parte posterior de las rodillas, que le hace caer al suelo. Luego lo tumba asestándole un solo golpe en la nuca. Mientras los hombres armados que desembarcan de sus todoterrenos reciben instrucciones en el patio, John me agarra de la mano y me arrastra hacia fuera. Nos digirimos a la parte trasera del edificio. Al fin comprendo el comportamiento de John. ¡Desconfiaba tanto que dio al hermano
Capítulo 14
Zacarías un triángulo falso! Un riesgo enorme, pienso para mis adentros, mientras corremos hacia la salida trasera del edificio, donde descubro un pequeño patio frente a la muralla. Distingo una estrecha escalera tallada en el muro a pocos metros de distancia, y me apresuro hacia ella. Casi hemos llegado a la cima cuando el faro de un proyector móvil nos inunda de luz y una voz helada profiere:
—Alto. Están rodeados. Pongan las manos en alto y colóquenlas detrás de la cabeza.
Veo unas sombras que corren hacia nosotros. Mi corazón late con fuerza. Subo un escalón más y una bala se estrella contra la roca a pocos centímtros de mi pie. De acuerdo, me queda claro. Poco a poco hago lo que me han dicho, no sin antes mirar a John y luego por encima del parapeto. ¿Y si saltáramos?
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Capítulo 15
Incontables trozos de piedra salen volando por los aires en el instante en que, con un salto prodigioso, rebasamos el muro perimetral. Corro detrás de John entre piedras y arena, en dirección a unos árboles situados más abajo. La pendiente se acentúa, lo que nos obliga a desplazarnos por zonas bastante inseguras. Oigo pasos que se aproximan y ruego en silencio a la luna, estrecha y apuntada como las dagas de los Ḥashshāshīn, los asesinos persas del siglo XI. ¡Si tuviera un arma conmigo! ¡Y supiera usarla! En silencio, John me indica con gestos que vaya en una dirección mientras él toma otra. Corro, zigzagueando entre árboles y rocas. Poco a poco voy perdiendo ventaja en este terreno desigual. Uno de mis perseguidores, situado ya justo detrás de mí, grita sin aliento:
—¡Para ya de correr o te vuelo las piernas aquí mismo!
Pero yo, presa del impulso, no puedo dejar de correr… Las detonaciones tras de mí hacen añicos las ramas, las rocas y las piedras bajo mis pies. Espero que John haya logrado escapar. Siento que me brotan las lágrimas
Capítulo 15
contra mi voluntad; mi visión se nubla. Me froto los párpados con fuerza y entonces creo divisar una sombra blanca ante mí. Aterrorizada, me paro en seco para evitar cruzarme con ella y de pronto me doy cuenta de que es la yegua blanca, ¡la hija de la luna! Instintivamente, me agarro a su crin con una mano y salto sobre su lomo. Sin necesidad de que se lo pida, la yegua me lleva a galope por esos territorios que tan bien conoce, despistando a mis perseguidores.
Cuando ya creo que me he librado, los faros de un todoterreno que pretende darnos caza irrumpen entre las sombras amenazadoras proyectadas por las ramas. ¡Los hombres de Hannibal no dejan a sus presas escapar tan fácilmente! ¿Cómo haré para huir en cuanto lleguemos a campo abierto?
Una serpiente luminosa comienza a tomar forma justo enfrente de nosotros; es la autopista del desierto. ¡La yegua me está llevando directamente hacia ella! Me recoloco y trato de indicarle que reduzca la velocidad, pero ella baja las orejas y acelera aún más. Galopa cuesta abajo, dejando atrás una nube de polvo y piedras. El todoterreno nos ha visto y se aproxima peligrosamente.
Capítulo 15
—Amira, ¡para, por favor!
Ella se niega a obedecer y continúa su camino hacia la autopista, resoplando debido al esfuerzo. Podría acabar con todo esto y salvarla de la ira de nuestros perseguidores, que no dudarán ni por un momento en dispararle. Podía saltar del lomo de Amira y entregarme, dándole la oportunidad de escapar. Sin saber bien por qué, decido confiar en la determinación feroz de mi yegua. Me abrazo a su cuello, hundo la cara en su crin sedosa y cierro los ojos, convencida de que ha llegado mi hora. ¡Bien los coches nos atropellarán, o bien los hombres armados de Hannibal nos despedazarán!
El todoterreno está justo detrás de nosotras. De pronto, noto que la yegua tensa los músculos y da un salto prodigioso. Al abrir los ojos, descubro que sigo sobre su lomo, viva. La yegua ha dejado de correr en estampida y da media vuelta. Entonces oigo un estruendo horrible de metal y acero; el todoterreno que nos perseguía se ha despeñado por el profundo precipicio hacia el que Amira les ha conducido. Únicamente ella, que conoce
Capítulo 15
el territorio de memoria, es capaz de cruzar semejante abismo alzando el vuelo cual águila real. Al pensarlo, me entran temblores de pánico, pero también una alegría intensa e indescriptible. Amira y yo, Indiana Leyla Jones, ¡acabamos de dar un salto de fe!
Acaricio a Amira largo tiempo, mientras ella, resoplando ruidosamente, me lleva de vuelta al monasterio de Deir el-Suryan. Pero igual que la primera vez que me llevó a las afueras de San Bishoi, se detiene sin acercarse demasiado a otros humanos. Si pudiera hablar, me contaría su historia. Pero en lo más hondo comprendo que debemos separarnos aquí. Desmonto despacio y me abrazo con ternura al cuello de mi princesa de la luna. Ella me resopla en el cuello por última vez, antes de retroceder unos pasos y salir trotando, orgullosa, con la cola y las orejas alzadas, de regreso a su territorio salvaje…
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Capítulo 16
—Es delicioso, señora, pero no tengo hambre, ¡de verdad!
Sabía que no debía presentar a John a la tía Wadiha.
—¡Has salvado la vida de mi sobrina! ¡Eres un héroe!
—No, señora. La heroína es la yegua Amira. Yo lo único que hice fue…
—¡Te he dicho que me llames «tía»! —interrumpe mi tía, pellizcándole la mejilla cariñosamente, como suelen hacer los egipcios con sus hijos. —¡Eres parte de la familia! Entonces, decidme: ¿Cuántos hijos vais a tener?
No sé quién se sonroja más, si John o yo; ¡los dos estamos como un tomate! De acuerdo. Puede que nos diésemos un beso apasionado cuando nos reencontramos en Deir el-Suryan, pero toda esta historia sobre el matrimonio y los hijos…
¡Aunque tal vez no me importaría dentro de unos cuantos años!
Capítulo 16
Pero hasta entonces, entre las clases universitarias y los acontecimientos recientes, vamos a estar muy ocupados. La historia de la cueva de Wadi El Natrun no ha terminado todavía. Según los expertos arqueológicos que comenzaron a examinarla, la cueva fue habitada por primera vez alrededor del 1350-1330 a. C. por Ptahmose, un escultor, durante el reinado del faraón Akenatón y su esposa Nefertiti, de legendaria belleza. Él también dejó un «testamento», grabado en las paredes de la cueva. Al parecer, decidió exiliarse lejos de la reina, que era indiferente a su amor, y acabó sus días en este valle. Probablemente fuera perdiendo la vista, puesto que sus últimos grabados son menos precisos. ¡Es una historia tan triste!
El fragmento de la estrella, así como los papiros que pertenecieron a Dimitrios, uno de los soldados de Alejandro Magno, están ahora custodiados en un sótano del Museo Nacional de El Cairo, en espera de dar a conocer sus secretos. John y Battushig pasan horas en la red, especulando sobre el mensaje incompleto de la estrella. Y yo pienso sobre todo en Bucéfalo, el increíble y fiel
Capítulo 16
caballo que acompañaba a Alejandro en todas sus conquistas. ¡Esperemos que Hannibal no logre seguirle la pista jamás!
Con la ayuda del profesor Temudjin, la «red» de Battushig está investigando los destinos e itinerarios de todo el mundo (conocido en aquel entonces) que Ptolomeo podría haber asignado a los demás jinetes para que alejaran de la codicia del hombre los fragmentos del sello de la omnipotencia. El Sr. Temudjin opina que Hannibal debe haber seguido esta misma lógica y esa es la razón por la que estaba particularmente interesado en Egipto, tierra conquistada por Alejandro durante los primeros años de expedición. ¿Y qué mejores investigadores para Hannibal que los monjes, expertos en lenguas antiguas, bibliotecarios y conocedores de secretos de confesión?
Hablando de monjes, esto ha sido un fiasco. El hermano Kyrillos ha sido expulsado por las autoridades coptas, conmocionadas al escuchar nuestra historia y ver el vídeo que John grabó en los sótanos de San Bishoi. Kyrillos confesó que se había dejado corromper, pero como ha hecho voto de penitencia y silencio, no sacaremos nada de él…
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El hermano Zacarías desapareció sin dejar rastro, junto con el famoso maletín del millón de dólares.
Y yo, bueno, ¡al menos sigo con vida y puedo contarlo! Para relajarnos después de todas estas emociones, he invitado a John a pasar un fin de semana con mis padres, que han regresado muy contentos de su viaje a Hawái. Mientras avanzamos a trompicones en el viejo Simca, sonrío al imaginar que cruzamos la reserva ornitológica a caballo, charlando como cotorras y arrullando como palomas. ¡Oh, no! Si esto sigue así, ¡acabaré llamando a John «querido pollito»!
Pero la sonrisa me dura poco. La música de la radio se corta de repente; hay una importante noticia de última hora.
«Ayer noche tuvo lugar un robo en el Museo Nacional de El Cairo. Varios artículos de gran valor histórico han sido sustraídos, pero la dirección del museo se niega a dar más datos. Uno de los agentes de seguridad que realizaba el turno de noche en el sótano sobrevivió al ataque de los ladrones. En estos momentos se encuentra en la UCI, pero está fuera de peligro».
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La cara de John es un vivo reflejo del horror. Al igual que yo, sabe que tiene que haber sido obra de Hannibal. En silencio, nos prometemos que nosotros, la «red» y quienes quieran ayudarnos haremos todo lo posible para impedir que continúe su malvado plan.
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