Caballos legendarios
Caballo de Hielo
Contenidos
Prólogo
Prólogo
El día en que Alejandro Magno, con apenas doce años de edad, logró domesticar al semental Bucéfalo, supe que le aguardaba un futuro extraordinario. Lo que aún no sabía es que nuestros destinos se entrelazarían para siempre.
Yo buscaba un caballo de batalla robusto y resistente y sabía que iba a venir un comerciante de Tesalia a la corte de Filipo II, rey de Macedonia, para presentar sus mejores caballos. Inmediatamente me llamó la atención un magnífico semental negro cuyos ojos resplandecían orgullosos, tan feroz como poderoso, que no permitía que nadie se le acercara. —¡Quiero ese! —exclamó Alejandro con voz altiva—. Será tuyo si te las arreglas para domarlo, muchacho —dijo el rey Filipo, forzando una sonrisa.
El muchacho entendió intuitivamente que el corcel no temía a nada más que a su propia sombra. Lo montó de un solo salto atlético y, tras una feroz batalla sin ceder un ápice, logró colocarlo cara al sol y calmar a la bestia. Bucéfalo era uno de esos caballos que obedecen a un solo amo, y supe que le sería leal por siempre.
Prólogo
Entonces, el rey Filipo pronunció unas palabras proféticas: «Macedonia no será suficiente para saciar tu hambre; ¡deberás conquistar el mundo entero!»
La víspera de una batalla contra los indios, a sabiendas de que estaba perdida, me las arreglé para drogar a Alejandro y Bucéfalo. Durante la batalla contra los arqueros indios, encaramados en torres de madera sobre elefantes de combate indestructibles, perdimos gran número de hombres y caballos. Alejandro, aunque debilitado por los efectos de las drogas, se mantuvo obstinado e instó a las tropas a seguir luchando. Bucéfalo cayó durante el enfrentamiento contra un elefante y Alejandro quedó inconsciente. Ordené al ejército que se retirara e hice evacuar a Alejandro en camilla. Pero primero retiré el sello de poder y rompí cada una de sus puntas con mi espada. Cinco jinetes de confianza se encargaron de llevar cada uno una punta de la estrella lo más lejos posible, para asegurar que nadie pudiera reunirlas de nuevo. El quinto jinete, mi mejor teniente, montó a Bucéfalo, desorientado por los efectos de las drogas y la caída, y él, a cambio, le dirigió hacia los confines de la tierra.
Prólogo
Alejandro hizo eregir la ciudad de Alejandría Bucéfala en el punto donde cayó Bucéfalo. Nunca volvió a ser el mismo. Abandonamos la conquista de la India y nos retiramos. Alejandro murió de malaria en Babilonia, justo antes de su trigésimo tercer cumpleaños.
Las predicciones de la reina Olimpia se hicieron realidad; me convertí en rey de Egipto. Desde lo alto del faro que erigí en el puerto de Alejandría, la ciudad fundada por Alejandro, veo el alcance de este reino que ha prosperado bajo mi mandato, tratando a la vez de ser justo y respetuoso con las costumbres egipcias. Acabo de celebrar mi 80º cumpleaños y, en mi larga vida, nunca he vuelto a ver a ninguno de los cinco jinetes. El mundo es demasiado extenso para que una sola persona intente gobernarlo sin causar su destrucción. Ruego a Zeus y a Amón que, hasta el fin de los tiempos, nadie reúna jamás los cinco fragmentos del sello de Alejandro Magno.
Memorias de Tolomeo I Soter, aprox. 285 a. C.
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Capítulo 1
Altaïr, soy idiota. Debería haberte escuchado. Tú, siempre dispuesto al galope desenfrenado, parecías inquieto, sacudías la cabeza y azotabas la cola para hacerme entender que la tierra no era segura bajo esta nieve traicionera. Tras la gran sequía veraniega, este invierno fue particularmente largo y duro, y el día que elegí para hacerle frente, nos golpeó de repente una tormenta blanca. Cegado por las ráfagas de nieve y arena de Siberia, desmonté y te arrastré junto a mí. Tú te encabritaste y me arrebataste las riendas de las manos, cuando, de repente, el suelo se derrumbó bajo mis pies. Y ahora me hallo aquí tumbado sobre el fondo de una grieta de hielo y roca, solo e indefenso. ¿Cómo voy a salir de aquí?
¡Deja de trotar sobre la grieta o acabarás por caer tú también! Ve a buscar ayuda, vuelve a las yurtas y avisa a mi familia. Tú, Altaïr, que ganaste la carrera de caballos jóvenes conmigo en el festival del Naadam nacional. Tú que llevas el nombre de la estrella más brillante de la constelación del Águila. Ellos te seguirán. Vamos, ¡vuela!
Capítulo 1
Mi semental deja escapar un largo relincho de angustia antes de darse la vuelta y regresar al campamento. Le ruego a Tengri, el cielo azul eterno, que la ayuda llegue pronto, antes de que se congele mi cuerpo en esta tumba de hielo.
Muevo suavemente los dedos de los pies, protegidos por unas botas forradas de lana de oveja. Contraigo los músculos de las piernas; parecen estar intactas. Trato de incorporarme, pero un dolor punzante en el pecho y el hombro derecho me impiden continuar. No puedo mover el brazo derecho; debo haberme dislocado el hombro. Bueno, podría haber sido mucho peor. Respiro profundamente, aprieto los dientes y transfiero el peso al lado izquierdo para levantarme. Luego logro enderezarme. Caen unos cuantos fragmentos de roca desde lo alto. Los oigo rebotar en las paredes de la grieta antes de que regrese el silencio sordo. Lo único que puedo oír es el repiqueteo de la sangre en la sien. Miro alrededor de mi prisión de hielo, en busca de una salida. Me hallo sobre una pequeña cornisa, a más de cinco metros de la siguiente. Las paredes de roca son prácticamente lisas. Según donde hay vetas de agua
Capítulo 1
procedente del deshielo, ahora congelada por el frío y dura como el cristal. No puedo ver ningún asidero natural para tratar de escalar. Obviamente durante la caída perdí la mochila, que contenía víveres, una cuerda de crin, cerillas, binoculares, un cuenco y un cuchillo. Me quito el guante izquierdo y rebusco en los bolsillos de mi deel hecho trizas, un abrigo largo y cálido. En uno encuentro restos de aaruul, que devoro de inmediato. Este queso seco me dará un poco de fuerza. El otro bolsillo está colgando, despedazado. Estoy tan indefenso como un piojo en la cabeza de un calvo...
Hmm, ¿podría usar un fragmento de roca afilado como piolet improvisado? Rebusco febrilmente en la cornisa de piedra en la que estoy encaramado. No hay nada más nieve, grava y gotas de sangre que caen de mi nariz. Furioso, doy una patada a la nieve ¡y veo una serpiente! Retrocedo instintivamente. Si la despertara de su hibernación, quedaría como un tonto. Como es mi única compañía en esta grieta, la observo más de cerca. La empujo suavemente con el pie y su piel se separa ligeramente, dejando ver un resplandor de color bronce bajo ella. Muevo el animal un poco más y libero de su
Capítulo 1
carcasa una especie de fino cilindro de metal de unos veinte centímetros de largo, bastante parecido a un pequeño rodillo de amasar. Me agacho y lo cojo con cuidado. Parece sólido y compacto. Lo empuño y pruebo su resistencia golpeándolo contra el suelo, cada vez más fuerte, y empiezo a tener esperanza: ¡Podría utilizarlo como piolet para escalar!
Pero primero, tengo que rehabilitar mi brazo derecho. Compruebo que los pies me sostienen, giro el tronco superior y, con un movimiento rápido, golpeo el lado derecho del cuerpo contra la pared de roca. Un dolor agudo me atraviesa de la cabeza a los pies y me hace aullar como un animal salvaje. Las lágrimas me nublan la visión y caigo de rodillas, sin aliento. Poco a poco recobro el sentido y trato de mover el brazo derecho. Ahora el dolor es diferente, más apagado pero constante; puedo usar el brazo de nuevo. Poco a poco me pongo de pie mientras respiro profundamente. ¡Voy a conseguirlo!
Con mi piolet improvisado golpeo las vetas de agua helada que recorren la pared y creo muescas lo suficientemente grandes como para introducir un par de dedos de la mano o del pie. Y
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pronto, lenta y metódicamente, luchando contra el dolor que se irradia por mi brazo, me las arreglo para subir los metros que me separan de la protuberancia rocosa superior. Me refugio en ella un momento, en cuclillas, sin aliento, pero orgulloso de esta primera victoria. Entonces miro por encima de mí: si sigo a este ritmo me harán falta… ¡Oh, no, al menos tres días sin parar hasta llegar a la cima!
Planto cara a la desesperación que me invade. Pienso en mi valiente Altaïr. Sé que encontrará el camino de regreso a las yurtas. Pero ¿cuánto tiempo pasará antes de que mis rescatadores me encuentren y me saquen de este precipicio?
Mi ritmo cardíaco recupera lentamente la normalidad, mientras yazgo sobre esta pequeña cornisa. Pero la sensación de hormigueo en las extremidades me obliga a levantarme. Si no hago nada, mi cuerpo y mi mente se adormecerán, y me quedaré dormido sin darme cuenta. ¡Vamos! Tengo que luchar y seguir escalando para sentirme vivo, aunque sólo progrese algunos metros. Antes de nada, debo hidratarme. Con el cilindro de metal, desprendo algunos cubitos de hielo y dejo que se me derritan
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en la boca. Exploro la pared para elegir dónde tallar. Hmm, parece que hay un resplandor metálico un poco más arriba, una especie de espejo de hielo mucho mayor que las vetas congeladas. Me servirá como punto de referencia y lugar de descanso, porque tal vez pueda hacer una cornisa artificial allí. Me centro en este objetivo y, terco cual caballo que escarba en la nieve para desenterrar la hierba, continúo mi ascenso.
Ya era hora de que alcanzara esta especie de espejo nido; siento cómo los músculos empiezan a paralizárseme. Suspendido en el aire, martilleo la superficie como un loco y cientos de cristales translúcidos salen volando por todas partes. El hielo cruje, crepita. Tengo los párpados prácticamente cerrados para evitar que los afilados cristales me arañen los ojos. De repente, el sonido de mi piolet sobre el hielo es distinto, las vibraciones me resuenan a lo largo del brazo. Es como si estuviera golpeando un tambor. A no ser que la fatiga haya provocado un zumbido en mis oídos… Abro los ojos y empiezo a picar de nuevo: ¡el ruido es real!
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Intrigado, doy dos golpes más para conseguir más altura y casi caigo de espaldas al contemplar con horror la visión que se presenta ante mí. En la cavidad helada, diviso una especie de anillo metálico unido a una correa de cuero. Levanto la mirada y me encuentro frente a una cara macabra, que me mira fijamente con ojos lechosos…
¡Es un caballo petrificado en el hielo!
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Capítulo 2
¿Cuánto tiempo llevo inmóvil ante este caballo de hielo? ¡Qué terrible caída debió sufrir él también, pero tuvo peor suerte, el pobre. Al menos por ahora…
Las paredes que se alzan sobre mí son de roca sólida, imposible de escalar. Varios pensamientos incoherentes vacilan en mi mente. La luz del día se desvanece y, sin embargo, hay mariposas multicolor revoloteando a mi alrededor que hacen brotar una feliz sonrisa de mis labios. Está claro, el invierno ha terminado y la verde hierba aterciopelada emerge a través del manto blanco. Amapolas, ranúnculos, nomeolvides y violetas hacen alarde de su deseo insolente de primavera sobre nuestras montañas de Mongolia. Pero pronto un velo gris cae sobre esta visión y envía escalofríos por todo mi cuerpo. No, no, el invierno no ha terminado. Me fallan las fuerzas y tal vez no llegue a ver la próxima primavera.
¿Cómo diablos yo, Battushig, de 17 años, estudiante de informática en la Universidad Nacional de Mongolia, me he alejado del ambiente de la capital, Ulan Bator, para venir a morir de frío a las montañas de Mongolia?
Capítulo 2
Me concentro en mis últimos recuerdos. Diez horas de viaje en autobús por carreteras mal asfaltadas hasta llegar a la estepa, seguido de una caminata de dos horas hasta el campamento de invierno de mi familia. Mi semental, Altaïr, fácilmente reconocible por su capa de café tostado con manchas rojo cereza y su espesa crin negra y brillante, que abandona la manada y viene galopando hacia mí, relinchando con fuerza. La emoción del reencuentro; él me acaricia el cuello, aprieta el hocico contra mi pecho y luego da vueltas como un potrillo antes de volver a colocar la frente sobre mi hombro, respirando ruidosamente. Lo acaricio, lo abrazo, le hablo en voz baja. ¡Cuánto lo he echado de menos!
Altaïr me escolta hasta las yurtas, brincando alegremente. Mis tres hermanas menores corren hacia mí, y casi me tiran al suelo por tratar de ser las primeras en saltar a mis brazos. Mis pequeñas no han parado de crecer. Mi madre, Daguima, me sostiene en sus brazos antes de decirme que mi padre se ha marchado a una reunión de criadores de caballos en el monte Altái, Pero que debe estar ya de regreso. Recuerdo mi decepción;
Capítulo 2
¡tengo tan poco tiempo! Entonces me veo a mi mismo, envuelto en cálida ropa tradicional obligado por mi madre, con los pies protegidos por tiras de fieltro enrolladas hasta arriba de los tobillos y luego envueltos en botas. Ella deja caer una mochila con víveres sobre mi hombro, una vez montado sobre Altaïr, y a continuación vierte unas gotas de leche en homenaje a los espíritus de nuestros antepasados para protegerme. Le digo adiós con la mano y parto al galope al encuentro de mi padre, para hacerle llegar la buena nueva.
Gantulga, mi padre, demasiado orgulloso de sus tradiciones para utilizar un teléfono móvil. Afortunadamente, mi madre Daguima logró convencerlo de que comprara paneles solares para poder tener electricidad, como la mayoría de los nómadas. ¡Y una antena parabólica para ver las noticias, además de telenovelas coreanas, en la televisión! Ah, mi padre. No existe nombre más idóneo para él que el suyo propio, que significa «corazón de acero». ¡Y su orgullo supera al de Gengis Khan! ¿Cómo reaccionará cuando le cuente el acontecimiento increíble que me ha ocurrido? Gracias a los cursos virtuales gratuitos de informática que ofrece el MIT,
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universidad estadounidense de Massachusetts, y el proyecto que he desarrollado con la ayuda de los profesores y estudiantes de la Universidad Nacional de Mongolia y a través de internet, el MIT me ha ofrecido una beca para incorporarme como estudiante. ¿Veré orgullo en el rostro de mi padre, o me convertiré en un carámbano inmóvil, al igual que este caballo congelado?
¿Es de noche ya? Puedo ver centellear las primeras estrellas; el caballo de hielo relincha para saludarlas. Le oigo montar, y ahora me habla. Me froto los ojos con las manos entumecidas; el caballo de hielo no se ha movido. No deben haber sido más que alucinaciones provocadas por la hipotermia.
—¡Battushig! ¡Espera! ¡Venimos a por ti!
Un tintineo metálico atraviesa el silencio sordo de las montañas. En un momento de claridad, logro distinguir dos puntos brillantes que se acercan lentamente. Oigo voces que me dan ánimos. Una cadena de puntos se hace cada vez más grande. Los miembros de mi tribu se acercan, piolet en mano, equipados con mosquetones y cuerdas alrededor de la cintura. Mi
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hermano mayor, Gambat, jefe del campamento en ausencia de mi padre, me levanta y me frota la cara para que la sangre fluya de nuevo. Con la poca fuerza que me queda, señalo hacia el caballo atrapado en el hielo. El reflejo de la lámpara de Gambat sobre el hielo me deslumbra. De la sorpresa, mi hermano casi me deja caer, Pero tira de mí y noto como sujeta las correas a mi alrededor.
—Altaïr nos trajo hasta ti, ¡memo imprudente!
Creo que me las arreglé para sonreír antes de perder la consciencia por completo.
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Capítulo 3
—¿Estás despierto? ¿Por fin?
Oigo una suave voz que me llama. Noto que alguien me acaricia el brazo y el corazón se me acelera. Es Salonqa, mi princesa, la chica que amo desde hace tanto tiempo y a quien nunca he sido capaz de confesar mis sentimientos. ¡Creo que voy a seguir fingiendo que estoy dormido!
Sus dedos recorren mi estómago y me hacen cosquillas hasta que abro los ojos y empiezo a reír. La risa se convierte en grito:
—¡Ay!
—¡Oh, lo siento! —dice Salonqa, disculpándose—. ¡Había olvidado que estás roto por dentro!
Las imágenes de mi caída y mi rescate regresan a mí, desordenadas. ¿Estoy en un hospital? No, reconozco las paredes redondas y las celosías de madera revestida de fieltro de nuestra yurta, los tapices con patrones geométricos de colores y el olor de Horhog de verduras y cordero, que borbotea en el fogón. ¡Mi estómago manifiesta su impaciencia!
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—Oh, no ha sido tan grave, podría haber sido mucho peor —le digo, al tiempo que levanto las manos y descubro que las tengo vendadas.
—Mmm… Te has salvado por los pelos, según el médico itinerante. Solo tienes un par de costillas rotas. Pero a causa de la congelación, por desgracia, no puedes utilizar el teclado del ordenador, ni siquiera con los dedos de los pies!
Salonqa saca un espejo de su mochila y lo desplaza sobre mi cuerpo, como si fuera un escáner. Examino la magnitud de los daños. Tengo el torso vendado debido a las costillas rotas, las manos y los pies protegidos con paños, y la cara… es un revuelto de moretones negros, liláceos y amarillos. No tengo buen aspecto. Cambio de tema:
—¿Y mi hermano? ¿Y Altaïr?
—Están muy bien y se mueren de ganas por verte. Y como no puedes levantarte de la cama, pedazo de vago, ¡te he traído un regalo!
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Salonqa coloca cuidadosamente un objeto sobre mi estómago. Es mi portátil, ¡el que había dejado en la universidad! No podría haberme hecho más feliz. Pero, ¿cómo voy a teclear?
—¡Tus compañeros de clase han hecho una pequeña mejora! —me indica Salonqa con alegría—. Comandos de voz. ¿Te suena de algo? ¡Vamos, prueba!
Estaba más que dispuesto a intentarlo, puesto que ya había adaptado un software de reconocimiento de voz en mongol y había creado un tutorial para ayudar a aprender a leer y escribir a los niños nómadas de las estepas y las altas montañas. Nuestro gobierno ha hecho un gran esfuerzo para hacer llegar internet por cable a todo el país, de modo que lo único que los nómadas tienen que hacer es conectar el ordenador e iniciar sesión en alguno de los distintos repetidores que hay repartidos por todo el país para trabajar y progresar. Estoy tan agradecido de haber podido beneficiarme de los cursos gratuitos del MIT a distancia que quería contribuir a que los niños de mi país aprovecharan este modelo. Es un poco, un mucho
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incluso… Debo dar las gracias a Salonqa, hija de un pastor de renos de Dukhan de la dura Taiga del norte, ahora estudiante universitaria por su gran fuerza de voluntad. Su pasión por la enseñanza es tan contagiosa, ella es tan…
—Vamos, ¡no estás contemplando una estatua! ¡Haz algo!
Cumplo obedientemente, sonrojándome bajo mis moretones.
—Enciéndelo.
El ordenador obedece inmediatamente. La pantalla revela una imagen panorámica del aula de la Universidad de Ulan Bator. Mis compañeros de clase me saludan efusivamente hasta que aparece en pantalla mi maestro, el profesor Temudjin, y hace callar a mis amigos:
—Nos alegramos de que estés bien —dice, asintiendo. —Este dispositivo —indica, señalando a la cámara instalada en la pared del aula —se encargará de que no te pierdas ninguna lección. Bienvenido de nuevo. Ejem, bueno, prosigamos —concluye, y desaparece de la pantalla.
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¡Ah, la célebre discreción mongola! Pero he notado lo contento que estaba, mi querido viejo profesor. Me contrató como asistente, lo que me permitió financiarme los estudios sin coste alguno para mis padres, y nunca ha dejado de animarme. ¡Se lo debo todo! Salonqa dice que, como él no tenía hijos, decidió dedicarse a sus alumnos, apoyándoles incluso una vez terminados los estudios. Y así ha logrado contar con una familia inmensa, leal y agradecida.
Oh, hay un icono «info» que parpadea en la parte superior de la pantalla. Los términos de búsqueda que programé me permiten filtrar el interminable flujo de noticias internacionales. Lo abro con un comando de voz y unas imágenes en directo se ponen en marcha.
«Noticias de última hora. Un increíble descubrimiento deleita al mundo de los paleoantropólogos e investigadores de la historia natural. Tras el accidente de un adolescente en una grieta en las montañas de Altái, en Mongolia, se ha descubierto el cuerpo de un caballo congelado criogénicamente, encastrado en hielo, que probablemente
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perteneciera a una raza ya extinta. Su cuerpo parece haberse conservado bien. Varios científicos de la Academia de Ciencias de Ulan Bator han instalado un laboratorio de observación provisional en el lugar del descubrimiento, con la ayuda de espeleólogos. Según las primeras estimaciones científicas, el caballo probablemente viviera hace 2.000 o 2.500 años. Se sigue buscando en las montañas el cuerpo de su posible jinete»
—¡Eh! ¡Es Jargal! —exclama Salonqa de repente, señalando a un apuesto joven entre los científicos. Cada vez está de mejor ver…
Mi mandíbula se tensa sin querer al oír el nombre de Jargal, el ex de Salonqa. Le odio, ese Don Juan. Evidentemente, ella acabó dejándole tras sus notorias infidelidades, pero aun así, sufrió mucho. Y me temo que todavía siente algo por él… De un arrebato tiendo la mano para desterrar estas imágenes, pero con tantas vendas soy tan torpe que lanzo el portátil por los aires.
—¡Tómatelo con calma! —ríe Salonqa, mientras coloca el portátil nuevamente sobre mi estómago—. Acuérdate de
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utilizar la voz en lugar de esos dedos gordos. Bueno, voy a volver a clase. Regresaré pronto —concluye, plantando un beso suave como una mariposa en mi mejilla. Mi corazón se alza como un águila, batiendo sus alas en la jaula que es mi pecho. Esperemos que no pueda oír este guirigay. La próxima vez que la vea, ¡definitivamente le confesaré mi amor!
Una risa discreta detrás de mi cama me sobresalta. Mi abuela se acerca dando pequeños pasos, con una taza de té con leche y sal en la mano. ¡Ha estado sentada detrás de mí en la yurta todo este tiempo! Con una sonrisa llena de arrugas, como si quisiera representar los muchos buenos recuerdos de su vida, me hace beber muy despacio, como cuando era pequeño. Y agradezco que la discreción mongola sea tan legendaria, me ahorra el tener que responder a la socarronería que adivino en sus ojos…
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Capítulo 4
Mi mente vuela mientras yo yazgo en la cama, impotente e inútil. Mis clases universitarias se funden en un ruido confuso y soy incapaz de prestar atención. La tentación es demasiado grande. Merodeo por la información que he logrado reunir acerca del caballo de hielo. La especulación es moneda corriente en los medios de comunicación, pero hasta que terminen los análisis, no se sabrá la verdad. ¿Y si tuviera que volver adonde caí, para observar a los naturalistas y paleoantropólogos?
No te rías. No me refiero a ir allí en persona, teniendo en cuenta mi estado. Pero dado el increíble equipo de nuestra Academia de Ciencias, gracias a los patrocinadores internacionales, seguramente exista un sistema de cámaras de última generación que permita estudiar el caballo a distancia, sin riesgo de dañarlo. Si pudiera entrar en el sistema, discretamente, por supuesto, ¡tendría acceso a las novedades en tiempo real!
¡Sé a quién preguntar! A Oyunbileg, un amigo de la universidad algo mayor que nosotros, ingeniero informático especializado en redes ópticas.
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Es una de esas grandes mentes poco comunes que no ha sido tentada a abandonar Mongolia a cambio de un salario descomunal y trabaja en la Academia de Ciencias de Ulan Bator. Seguro que aceptará conectarme a la red del laboratorio temporal. Me pongo en contacto con él con los dedos cruzados, en sentido figurado, dado mi estado.
Aparece el rostro despeinado de Oyunbileg, que me hace una mueca en la pantalla. Al verme con las manos vendadas, se ríe como una hiena y me pregunta cómo me las arreglo para hurgarme la nariz. Si, aunque los informáticos son muy inteligentes, su sentido del humor deja bastante que desear. Sin embargo, se compromete a organizarlo todo para que pueda acceder a la red de cámaras desde mi equipo. Le llevará algún tiempo, pero no dice cuánto. Le doy las gracias calurosamente y trato de concentrarme en el aula universitaria. Pero siento que los párpados me pesan cada vez más y, a pesar de que me esfuerzo al máximo por prestar atención, cae el telón y voy quedándome dormido…
Marilyn Manson me grita maldiciones al oído y me arranca del sueño. Mi corazón late con fuerza. Trato de
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controlarme y me dispongo a insultar al psicópata que me ha despertado de forma tan brutal, cuando una risa de hiena ahoga la música y la desactiva rápidamente. Es otra broma pesada de Oyunbileg, pero le perdono en cuanto veo la ventana que está abierta en mi pantalla: ¡el pequeño genio ha conseguido conectarme a la red de cámaras del laboratorio temporal instalado en las montañas de Altái!
La superficie del abismo de hielo parece una escena del crimen. Un precinto de rayas negras y amarillas delimita la zona de investigación de los especialistas para mantener alejados a los intrusos. Los equipos de espeleólogos extraen núcleos de hielo para fecharlos y recogen todas las muestras y pruebas que puedan ser relevantes. Otros, armados con equipos de radiología portátiles, escanean el caballo desde todos los ángulos posibles. En el laboratorio temporal, varios hombres ataviados con mascarilla y bata quirúrgica llevan a cabo los análisis. No puedo evitarlo, busco a Jargal. Allí está. Con unas pinzas extrae un trozo de tela estampada con rombos, lo coloca sobre un portaobjetos de cristal y corta un fragmento de esta extraña tela con un bisturí. Luego deja caer la
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muestra en un tubo de ensayo medio lleno de un líquido claro, que luego coloca en una máquina redonda. Cuando cierra la tapa de la máquina, de repente me doy cuenta: no es tela de un traje de arlequín, ¡sino la piel de serpiente que contenía mi improvisado piolet! Si mal no recuerdo, aún lo sostenía en mi mano paralizada cuando llegó mi hermano. Si lo encontrara, ¡podría llevarlo a los científicos en persona!
Muevo el portátil y me levanto de la cama, reprimiendo gestos de dolor. Ah, voy en ropa interior… Busco el cilindro en nuestra yurta. A primera vista no lo han puesto en ninguno de los cofres de madera, ni en el gran armario de mi madre. ¿Tal vez esté en el cofre de mi hermano? Camino lentamente hacia el cofre y levanto la tapa, pero no veo nada más que ropa y revistas viejas. ¿Podría ser que alguna de mis hermanas pequeñas haya tomado «prestado» mi nuevo juguete? No, no hay más que libros para colorear, muñecas de trapo y cosas de chicas. ¡Qué bobo que soy! ¡Ni siquiera he mirado en mi propio cofre!
Me doy la vuelta, jadeando como un viejo caballo paralizado por el reúma, y abro mi cofre.
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Justo en la parte superior se halla mi deel, ¡limpio y remendado! Mi abuela es realmente increíble. Aprovecho la oportunidad para ponérmelo, deformado por todos estos vendajes. Hace bastante frío lejos de la estufa de leña de la yurta. Muevo las ropas de mi cofre y, ¡CLANG!, algo resbala y cae al fondo con un ruido sordo. Consigo atraparlo utilizando mis guantes como aletas y lo examino atentamente. A pesar de haberse golpeado contra el hielo, no parece estar muy maltrecho. Tiene símbolos extraños grabados en la superficie. Miro a los extremos; parecen estar sellados con tapas de metal. ¿Puede que haya algo dentro del cilindro?
Mi imaginación se acelera: el misterioso cilindro podría contener un mapa que mostrara la ubicación de un espectacular tesoro perdido; O diamantes en bruto; O una antigua reliquia que se cree que otorga poder, fama y fortuna. Trato de desenroscar las tapas. ¡Soy tan torpe! Trato de pensar en una forma de retirar las tapas de metal. Con las uñas, no. Y las hachas y sierras están descartadas por completo. A falta de una mejor opción, busco las tenazas que se utilizan para sostener el estiércol seco para quemarlo en el horno. Agarro las
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tenazas y me siento junto a la estufa, con el cilindro entre las rodillas. Utilizando el antebrazo, agarro la tapa con las tenazas y trato de hacerlo girar. Las tenazas patinan; no tengo agarre suficiente. Lo intento una y otra vez, hasta que un grito me taladra los oídos:
—¡Fuego!
Antes incluso de que me dé cuenta de lo que sucede, me echan baldes de agua fría encima y me arrancan la ropa del cuerpo. ¡Estaba tan concentrado en mi tarea que ni siquiera me había dado cuenta de que mi deel estaba demasiado cerca del horno y había comenzado a arder!
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Mi madre da las gracias a los vecinos que han venido a apagar el incendio, los acompaña a la salida de la yurta y luego se dirige furiosa hacia mí. Yo murmuro:
—Lo siento, mamá. Te prometo que voy a trabajar duro para comprar tela para fabricar un nuevo deel y… ¡Ay!
Me da una colleja y me saca de la yurta a rastras. Luego me obliga a sentarme en una estera y me lanza una manta sobre los hombros. Me asigna pelar verduras con mi abuela, como cuando era pequeño. Alimentar a los ail, los miembros de nuestro clan (compuesto por diversas familias que viven en yurtas), es, con mucho, la misión más heroica que puedo lograr a corto plazo, me dice mi madre en un tono que deja claro que no cabe discusión. Mientras ella soluciona el desorden de la yurta, yo trato de separar las hojas de una col… Bien hecho, ¡aspirante a Indiana Jones!
A lo lejos oigo a mi hermano Gambat montar a caballo, acompañado de los niños mayores de los ail. Rodean a las ovejas para conducirlas al redil, donde pasarán la noche.
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Ha dedicado toda su vida a estos caballos y rebaños de ganado. Aunque a veces envidia mi vida en la ciudad y las «distracciones» que ofrecen los bares y discotecas, nunca cuestionaría su decisión de seguir los pasos de nuestro padre. En cuanto a mí, a pesar de que yo no visito estas «distracciones», y a pesar de que galopar al viento por la estepa es mi afición favorita, no me veo en el duro oficio de ganadero. Y debo admitir que me alivia bastante saber que mi hermano heredará todo esto… ¿Qué es esto? Los perros ail, con la nariz apuntando al suroeste, han comenzado a aullar para reclamar nuestra atención. ¿Alguna nueva amenaza se dirige hacia nosotros?
Puedo oír relinchos en la distancia, una cabalgata; unos jinetes se acercan a nuestro campamento. Mi abuela se levanta y camina a paso menudo hacia nuestra yurta. Va a preparar un gesto de hospitalidad inmemorial, la ceremonia del Airak, en la cual se comparte un tazón de plata con leche de yegua fermentada con los visitantes. ¡Pero estos no son unos visitantes cualesquiera!
Mi madre corre con impaciencia hacia los caballos que están atados a la uiaa,
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una cuerda suspendida entre dos postes. Desata el nudo que sostiene el cabestro de Tarjenjau, su vieja yegua rojiza, y, sin detenerse a ensillarla, se agarra a su espesa crin y se sube a sus lomos. Demasiado feliz para trotar, Tarjenjau, la «chica gorda», galopa hacia la tropa de jinetes. ¡Mi padre y los hombres de ail han vuelto!
Caballo contra caballo, mi padre abraza a mi madre. Luego la levanta, ligera como una pluma, y la coloca a horcajadas frente a él. Puedo oírla reír desde aquí. Un día yo también llevaré a la mujer que amo a lomos de Altaïr.
Antes de ir a ver a sus familias, cada jinete se ocupa primero de su caballo. Los jinetes desensillan los caballos, comprueban sus herraduras, los cepillan y los acarician. Luego les retiran las bridas y les dejan beber del río. Solo entonces van a saludar a sus familiares, abrazándoles por orden de edad. Mis tres hermanas pequeñas hacen reír de alegría a mi padre, Pero en cuanto las deja en el suelo, su rostro se oscurece. Me mira fijamente, con ojos duros e inescrutables. Yo trago saliva; no puedo decir nada hasta que él hable. Pero él no emite sonido
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alguno. Cuando nos da la espalda y entra en la yurta, siento un nudo en la garganta y comienzan a escocerme los ojos. Gambat me da una palmada amistosa en el hombro antes de ir a revisar los rediles de las ovejas. Dejo a un lado mi sensiblería y miro a lo lejos, hacia la puesta de sol. Los hombres no lloran.
Durante la noche, oigo a mi padre suspirar y susurrarle a mi madre:
—¿Llegará a ser un hombre responsable alguna vez, algún día?
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Capítulo 6
Mi teléfono vibra en el bolsillo de mi pantalón. Deposito los cubos llenos de agua del río que cuelgan de mis codos, para poder cogerlo más fácilmente. ¿Qué estoy haciendo afuera en mitad de la noche, envuelto en una manta, perdido en mi dolor?
Incapaz de dormir, me levanté antes del amanecer y fui a buscar agua para preparar el té de la mañana de la familia y comenzar bien el día. Luego partiré hacia Ulan Bator. Creo que allí es donde debo estar, más que en la estepa, a pesar del fuerte apego que siempre tendré a este lugar. Tenía la esperanza de poder hablar con mi padre, pero él ya había dejado la yurta para ir a ver las yeguas que están a punto de parir. No sé qué puedo hacer para ganar su aprobación, o su orgullo. Desde que empecé en la universidad, carezco de valor ante sus ojos por no seguir sus pasos. Ya basta. Dejo de sumergirme en pensamientos amargos y respondo al teléfono; debe ser mi hermano Gambat, preocupado por saber dónde estoy. ¿Cuándo dejará de responsabilizarse de mí?
—Ya voy —le digo secamente.
Capítulo 6
Pero no es la voz de Gambat la que se oye al otro lado. Es alguien que no conozco, una voz segura, más bien ronca, con fuerte acento anglosajón.
—Sr. Battushig, soy John Fitzgerald Hannibal, de Hannibal Corp. He estado siguiendo su progreso universitario muy de cerca. Felicidades por ser admitido en el MIT…
Casi se me cae el teléfono. La empresa estadounidense Hannibal Corp., que hizo fortuna gracias a su trabajo pionero en el campo de la innovación científica, es el principal patrocinador de la Academia de Ciencias de Ulan Bator y de la Universidad de Mongolia. Casi todos nuestros equipos científicos e informáticos han sido financiados a través de las espléndidas donaciones de esta empresa, que ayuda a los estudiantes de diversos países desfavorecidos de este modo. Los estudiantes más brillantes tienen a veces la oportunidad de ser contratados por Hannibal Corp. Sé que les sucedió a algunos exalumnos de nuestra universidad, y el profesor Temudjin habla siempre de Kublai, actual director de redes y seguridad informática de la empresa. ¡No puedo ni
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imaginarme ser uno de los pocos elegidos! Estoy tan asombrado que sólo atisbo a balbucear como un idiota.
—Ja, ja…
—Sr. Battushig, no me andaré con rodeos.
No doy más de sí, me va a dar un infarto. Ya me veo camino hacia la gloria, y mi alegría se entremezcla con un terror sin nombre; ¡nunca conseguiré cumplir con las expectativas del Sr. Hannibal!
—Cuando cayó en las montañas de Altái, ¿se encontró tal vez con un objeto cilíndrico?
Ah. Aterrizo de golpe. Al fin y al cabo no es mi potencial como futuro científico lo que le interesa. Solo quiere el cilindro de metal que usé como piolet para escalar. Con el incendio de mi deel y el regreso de mi padre, me había olvidado por completo del cilindro misterioso.
—Sí, señor —consigo murmurar—. Pensaba entregarlo al personal del laboratorio temporal.
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—Excelente. Pero le ahorraré trabajo. En menos de una hora, un helicóptero aterrizará cerca de su campamento. Puede entregar el objeto al piloto. ¡Que se mejore!
Se corta la llamada. Ni siquiera ha preguntado dónde estaba nuestro campamento. El GPS de mi teléfono obviamente ya le había enviado todos los datos. O tal vez hay un dron secreto mirándome desde el cielo. Y todo por culpa de un estúpido tubo de metal. Me siento como un idiota, por haber creído por un segundo que podría tocar las estrellas…
¡Las estrellas! ¡Claro! ¿Cómo no se me ocurrió antes? Cual golpeado por un rayo, dejo caer los cubos y echo a correr como el viento, de regreso a la yurta. Arrojo la manta sobre la cama y abro el cofre, tratando de hacer el menor ruido posible. Seguro que mi madre puso el cilindro aquí. ¡Correcto! Lo llevo al exterior de la yurta y corro hasta una loma rocosa para analizar el misterioso objeto a la luz de las estrellas. Antes de entregarlo al piloto, quiero tener un buen recuerdo. Aunque mis manos están todavía bastantes torpes, me las arreglo
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para tomar unas cuantas fotos con el teléfono desde los distintos ángulos. Luego lo cojo y lo hago rodar lentamente ante mí. Creo que puedo distinguir una estrella entre el conjunto de símbolos grabados en él…
Es una estrella muy peculiar —una estrella de cinco puntas— situada justo en el centro del cilindro. Y hay otra gemela, en perfecta simetría, en la otra cara del cilindro. Magnetizado por estos dos símbolos ancestrales, sujeto el cilindro con cuidado entre el pulgar y el índice, con las yemas de los dedos sobre las estrellas. Coloco el cilindro en posición horizontal; está en equilibrio perfecto. Y, como siempre tendré el corazón de niño, muevo la mano de arriba abajo para generar aquella famosa ilusión óptica, la varita mágica flexible. La varita baila y me hace sonreír como un niño. Casi me olvido de qué hago sentado sobre un montón de nieve.
De repente, un cálido aliento en la nuca me despierta de mi sesión de autohipnosis. Sorprendido, doy un salto, sujetando el cilindro apretado en la mano para impedir que caiga. Reconocería esa respiración en cualquier lugar; ¡es mi Altaïr! Me
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dispongo a darme la vuelta hacia él con alegría, pero entonces la mano me empieza a temblar y reclama mi atención. Altaïr me acaricia suavemente con la cabeza —es su manera de dar un abrazo—, pero lo alejo con una mano y me centro en el extraño fenómeno que acaba de suceder. Una de las dos «tapas» se levanta, como si estuviera controlada por un mecanismo de relojería. Con las manos temblorosas, retiro la tapa y miro qué contiene el interior.
Además del mecanismo de apertura, un engranaje delicado hecho con finas varillas y resortes de metal, ¡dentro hay un segundo objeto cilíndrico!
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Me pregunto cuántos cilindros se ocultan dentro del primero… ¿Podría ser un sistema de matrioskas, esas muñecas rusas que encajan unas dentro de otras?
El segundo cilindro parece estar hecho de hueso, a la vista de las estrías y sombras oscuras que lo recorren, y lo han vaciado por dentro. Lo elevo hacia la luz de las estrellas para ver si hay algo oculto en el centro. La luz no se filtra, pero no veo nada concreto en el centro del cilindro. Lo agito para tratar de desprender lo que sea que esté en el interior, pero nada sucede. Apoyo los labios en un extremo y soplo, como si fuera una flauta. El aire fluye, pero tengo la impresión de que lo que sea que hay en medio ralentiza el paso de mi soplido. Debería introducir una barrita o un bastoncito fino por el hueco para extraer el contenido. Pero aquí no hay nada que me sirva; solo hay nieve. Sostengo el cilindro óseo frente a mí y lo hago girar lentamente entre mis manos. Hay símbolos tallados sobre la superficie externa; nuevos símbolos misteriosos. Distingo la cabeza de un caballo coronada por una estrella, también de cinco puntas. Miro a ver si hay otra
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estrella, simplemente para probar suerte y ver si este cilindro se abre como el de antes, pero no encuentro ninguna. ¡No se puede ganar siempre! Prosigo con el examen. Hay una clara sucesión de símbolos, letras y números, pero su disposición y diseño no me recuerdan nada. Presiento que me quedaré decepcionado cuando entregue el objeto al piloto…
—¡Eh! ¿Qué te pasa, Altaïr?
El caballo me alborota el cabello; claramente ha dado con el modo de llamar mi atención. ¡Y ahora trata de lamerme una oreja!
—¡Eh! ¡Para, me haces cosquillas!
Me retuerzo y dejo caer el cilindro de hueso sobre la nieve, donde deja una ligera huella rectangular. Me agacho para buscarlo a cuatro patas y mientras Altaïr me mordisquea el trasero. Alejo al caballo para poder deslizar nuevamente el cilindro de hueso dentro del metálico. Empujo las dos estrellas y consigo cerrar la tapa de nuevo. Luego me guardo el cilindro en el bolsillo del pantalón, al lado del teléfono. Acto seguido me levanto y le espeto a Altaïr, a modo de reto:
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—¿Quieres jugar?
Altaïr, como respuesta, se encabrita y boxea con las patas delanteras para luego bajar ante mí, con los ojos brillantes, las orejas tiesas y los músculos tensos, listo para partir a la primera indicación. Le miro directamente a los ojos, sin moverme. Después salto a su lado, le doy una ligera palmada en el trasero Me doy la vuelta para esquivarle cuando trata de darme un empujón como represalia. ¡Le conozco demasiado bien! Ayudé cuando nació —fue un parto difícil— y le di el biberón durante sus primeros días de vida, cuando su madre no podía amamantarlo. A menudo me quedaba dormido acurrucado junto a él. Éramos inseparables. Mi padre se ocupó de la madre de Altaïr. Utilizó sus conocimientos de cataplasmas y caldos herbales y la animó para que permitiera que el potrillo se alimentara de ella. Sufrió enormemente al parir. Estaba tan débil que impedía que el potro se le acercara. Pero nunca he visto a ningún caballo resistir a mi padre mucho tiempo, así que finalmente acabó aceptando a su hijo. En ese momento, estaba resentido con mi padre por haberme separado de Altaïr, pero
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después me di cuenta de que lo había hecho por el bien del potro. Sin embargo, ese vínculo especial que habíamos establecido resistió: Altaïr, actualmente un majestuoso semental, sigue jugando conmigo como cuando era un joven potro, y mi corazón se llena de alegría cada vez que compartimos estos momentos.
Esquivo otro intento de empujarme y salgo corriendo. Altaïr me alcanza al instante, me adelanta y frena en seco ante mí. Yo simulo escapar hacia un lado para luego dirigirme al contrario, pero Altaïr también me conoce bien y me ve venir, por lo que bloquea el paso. Damos vueltas y bailamos juntos hasta que mi fiel corcel me hace perder el equilibrio y rodar sobre la nieve, al igual que cuando cayó el cilindro de hueso. Me echo a reír.
—¡Tú ganas!
Altaïr hace cabriolas orgulloso antes de acercarse y acariciarme. Sin levantarme del suelo, le rodeo el cuello con los brazos y le echo el aliento en el copete. Altaïr se tiende suavemente a mi lado, ofreciéndome una invitación que no puedo rechazar. Me reclino sobre su espalda, paso una pierna por
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encima de su flanco y Altaïr se levanta suavemente para llevarme a dar un refrescante paseo a sus lomos. En momentos como estos, el tiempo se detiene y lo único que importa es este estrecho vínculo.
Pero el rugido de un motor que se aproxima nos devuelve de golpe a la realidad. Entre los rayos del alba se distingue un punto en el cielo cada vez más grande, que se aproxima a gran velocidad…
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Me enderezo sobre las espaldas de Altaïr para frenarlo y lo invito a trotar y luego a ir al paso. Mi caballo sacude la cabeza fastidiado, exhalando con fuerza. Contenemos la respiración cuando se acerca el avión, que aterriza sobre la nieve con un ruido sordo a pocos metros de nosotros. Altaïr observa alarmado al intruso, olfateando el aire y moviendo las orejas en todas direcciones. Sus músculos tiemblan, a punto para enfrentarse a este potencial depredador o salir huyendo. Lo acaricio y le hablo bajito para calmarlo, pero puedo notar tensión en él. Examino la avioneta, equipada con esquís, estilizada, más parecida a un jet de James Bond que al gran helicóptero que esperaba. El logotipo de Hannibal Corp, una H mayúscula en un triángulo equilátero, está rotulado en el lateral de la aeronave. El ronroneo del motor se detiene y la ventana lateral de la cabina se abre al tiempo que se desliza silenciosamente una rampa hacia el suelo.
El piloto se quita el casco, se pone las gafas de sol y baja por la rampa. Aprieto a Altaïr con las pantorrillas para animarle a caminar hacia el recién llegado, pero el caballo
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planta las cuatro pezuñas en la nieve y se niega a avanzar. Insisto, en vano, y acabo por desmontar y acercarme al piloto a pie. Detrás de mí puedo sentir la ansiedad y la desconfianza de mi corcel, que golpea con los cascos. Trato de tranquilizarlo, pero sigue trotando sin rumbo. Examino mejor la alta figura que camina hacia mí. Aparte de una leve cojera, rebosa una autoestima increíble, y no solo por su elegante ropa occidental, de textura ligera y cálida a la vez, y sus caras botas de montaña. Tiene el cabello negro y espeso, y una perilla bien recortada. Nos acercamos lentamente, como dos vaqueros en una película del oeste, sin retirar la mirada del adversario. Instintivamente, pongo la mano izquierda en el bolsillo del pantalón y agarro el cilindro con fuerza, como si fuera un revólver. Nos encontramos cara a cara, como si se tratara de un duelo a muerte… Siento una opresión terrible. ¿Quién desenfundará primero?
El piloto tiende una mano enguantada como para darme la mano y yo tiendo la mía instintivamente por cortesía. Pero la posición de su mano pronto deja ver sus intenciones. Palma arriba, me indica que le entregue el objeto que ha venido a buscar. Mi
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mano derecha cae sin peso y, de mala gana, saco el cilindro de mi bolsillo y lo coloco sobre su palma extendida. En cuanto lo ve, el piloto pierde todo interés en mí. Sus labios fuerzan una sonrisa mientras sus dedos se cierran en torno al cilindro. Me dirige una mirada gélida a través de sus gafas de sol. Únicamente al hablar con esa voz ronca, reconozco su acento al instante ¡y me doy cuenta de que tengo ante mí al mismísimo John Fitzgerald Hannibal!
—Le estoy muy agradecido. Este objeto es muy valioso… para la ciencia.
Quiero hacerle muchas preguntas porque quiero saber más acerca de este cilindro, de los símbolos grabados en él y de su procedencia, pero me quedo inmóvil, con la boca abierta, como una especie de pez bobo. Hannibal me entrega un grueso sobre, pero yo niego con la cabeza y murmuro:
—No, no, no es necesario. Es… es para la ciencia, al fin y al cabo.
Hannibal se ríe y trata de meterme el sobre en la camisa. En ese momento Altaïr, pensando obviamente que me están
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atacado, arremete con violencia contra Hannibal, que tropieza y cae al suelo. No ha sido un empujón juguetón como cuando juega conmigo, sino un ataque en toda regla. Resoplando por el hocico y orejas hacia atrás, Altaïr está listo para morder y pisotear sin piedad a mi agresor. Me apresuro hacia Hannibal para ayudarle a levantarse, pero la expresión de su rostro me hiela la sangre y me hace dar un paso atrás.
Hannibal se ha puesto lívido. Se pone de pie, con cara de odio, y saca de su bolsillo interior una fina porra telescópica que abre de un golpe seco. Levanta el brazo y azota a Altaïr con una increíble violencia. Aparece una gran roncha sanguinolenta en el cuello de mi caballo. Sin pensarlo, me interpongo entre Altaïr y Hannibal con los brazos en alto y me llevo un porrazo en un lado de la cara en lugar de Altaïr:
—¡Deténgase, ¡Por favor! ¡No le hará daño!
Hannibal resopla y aprieta los dientes. Descubro un tic en una de sus mejillas. Pongo la mano con dulzura sobre el cuello de Altaïr y le susurro unas palabras tranquilizantes, sin apartar los ojos de Hannibal. Lentamente, Hannibal murmura:
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—Le sugiero que nunca vuelva a dejar que se me acerque.
Paso la mano por el cuello de Altaïr hacia la frente, le empujo hacia atrás y silbo con decisión. Altaïr recula, se da la vuelta y se aleja trotando con rapidez, cola erguida y orejas hacia atrás. Se detiene a una distancia segura. Sé que está furioso, preparado para atacar a la más mínima duda, pero también sé que me obedecerá. Hannibal baja el arma, sin guardarla aún. Camina de vuelta al avión, sube por la rampa y cierra la ventana de la cabina tras él. El avión despega tan pronto como arrancan los motores, acompañados del relincho furioso de Altaïr. Al fin, el miedo hace mella en mí y me tiemblan las piernas como hojas al viento. Me abofeteo para recobrar el control y me digo que lo peor ha pasado ya. Respiro profundamente y, aún temblando, me dirijo hacia mi caballo.
—Yo… Yo… Vámonos.
Sin prestar atención a los billetes que salen volando del sobre que me entregó Hannibal, restriego un puñado de nieve sobre la herida
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de Altaïr para limpiarla. Luego regreso al campamento a pie, completamente abatido y molesto por el encuentro, como un pobre llanero solitario…
Cuando llego al campamento, todos llevan ya un rato despiertos y están absortos en sus tareas; no me prestan ninguna atención. Altaïr se marcha a beber al río y yo, apesadumbrado, entro en la yurta vacía y tomo el ordenador portátil y algunas cosas más que necesitaré cuando regrese a Ulan Bator. Si me doy prisa, podré coger el único autobús del día. Necesito hablar con alguien sobre lo que ha pasado, pero lamentablemente nadie de mi familia me puede ayudar…
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Capítulo 9
—¡Qué tonto eres! ¡Tendrías que haberte quedado el dinero! ¡Te habría servido para comprarte un nuevo deel!
Después de lo que pareció un viaje sin fin durante el cual no fui capaz de conciliar el sueño, la respuesta de Salonqa me duele profundamente. Normalmente es muy aguda, pero parece no entender por qué yo nunca podría aceptar nada de alguien como Hannibal. Bajo su apariencia de benefactor de la humanidad, este hombre tiene que estar muy enfermo para haber sido capaz de golpear a Altaïr como un salvaje. Su dinero me habría hecho sentirme sucio.
Salonqa suspira profundamente y deja escapar un gran bostezo, recordándome que la desperté justo cuando acababa de coger el sueño. Se acerca al baño y vuelve con pomada antiséptica, algodón y vendas. Empuja una silla con el pie y me la señala con el mentón:
—Parece que te hayas peleado con un oso. Primero limpiaremos todo esto y luego me enseñas las fotos del cilindro. Si Hannibal ha venido a recogerlo en persona, tiene que tener un gran valor.
Capítulo 9
—¡Esto escuece!
—¡Qué remilgado eres! Ale, ya está.
Salonqa toma mi teléfono y examina las fotos; su mal humor se desvanece y da paso a una intensa curiosidad.
—¡Es increíble!
Mete la mano en el cajón de su escritorio y me pasa una libreta y un lápiz.
—Es una lástima que no sacaras una foto del cilindro de hueso. Sin duda nos habría ayudado a ver más claro qué era. Prueba a dibujar de memoria la cabeza del caballo y todos los demás grabados.
—¡Sí, jefa! Mientras garabateo con el lápiz sujeto con la palma de la mano, como un alumno de preescolar, Salonqa transfiere las fotos a su portátil. Las dispone en forma de rectángulo de modo que, al enrollarlo y modelarlo en 3D, parece el cilindro original. Estoy impresionado.
Capítulo 9
Salonqa examina mi dibujo, lo escanea y lo somete al mismo proceso que las fotos.
—¿Se parecía a esto?
—Si no tenemos en cuenta que dibujo como una cabra con Parkinson, sí, más o menos.
Salonqa reflexiona profundamente y luego me mira con ojos ardientes.
—Un idioma antiguo y símbolos extraños. Necesitaremos un poco de ayuda para descifrar todo esto. ¿Estaría bien pedírsela a la «Red»?
La Red… Son todos los usuarios de internet que, anónimos o famosos en su campo, nos ayudaron a crear nuestro sistema de enseñanza para los niños mongoles nómadas. Comprende personas de todas las nacionalidades, que utilizan todas las formas de conocimiento de todas las materias posibles y se ayudan entre sí. ¡Así que sería perfecta para buscar respuestas!
Capítulo 9
Mientras preparo un té muy cargado, oigo a Salonqa teclear como si estuviera poseída. Cuando decide emprender un proyecto, nada ni nadie pueden interponerse a su fuerza de voluntad y su energía… Me la imagino con el ceño fruncido, resoplando para apartarse el flequillo de los ojos, Con sus dedos largos y finos bailoteando y deteniéndose de vez en cuando para recoger el cabello detrás de la oreja. Dice que un día va a raparse a cero Yo rezo para que nunca suceda; su pelo me vuelve loco, con esos rizos caoba que no dejan pasar la luz. Le acariciaría el pelo durante horas, sumergiéndome en su aroma. Pero me quedo aquí parado como un idiota, hipnotizado ante su espalda, con las dos tazas de té ardiéndome en las palmas de las manos, hasta que finalmente ella pulsa la tecla Intro y se reclina en el asiento, estirando el cuello y los brazos hacia atrás y extendiendo los dedos como estrellas de cinco puntas.
Se levanta y viene hacia mí para tomarse la taza de té.
—¡Gracias! Pero, ¿por qué me miras así? ¿Tengo monos en la cara o qué?
Capítulo 9
Obviamente, soy incapaz de decirle que me tiene hipnotizado y lo mucho que me gusta. En vez de eso, aparto la mirada porque noto que me estoy ruborizando y le pregunto:
—¿No tienes un espejo?
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Capítulo 10
Tras semejante estupidez de pregunta, cualquier otra chica me habría abofeteado o habría corrido a ver qué aspecto tenía en el espejo. Pero Salonqa no. Ella responde con su ingenio legendario:
—Sí, en la mochila, ¿por qué? ¿Quieres pintarte los labios?
Mientras estaba estirada en la silla de ese modo, con la cara hacia abajo y las manos extendidas como estrellas, se me ocurrió una idea genial: ¿qué pasaría si tratáramos de descifrar los grabados del cilindro de hueso en sentido inverso? Pienso de nuevo en el momento en que se me cayó el cilindro y la huella rectangular que dejó sobre la nieve compacta, y luego expongo mi idea:
—Los grabados son en relieve. Si hiciéramos rodar el cilindro sobre una placa de cera o una tablilla de arcilla fresca, como nuestros antepasados, las marcas quedarían…
—¡¡¡Al revés, como en un espejo!!!
Capítulo 10
En vez de ir a buscar el espejo de su bolso, Salonqa se precipita sobre el ordenador e introduce un comando para voltear las imágenes. Deja escapar un grito de sorpresa:
—¡Qué manera más genial de transportar un mensaje escrito! Es más fácil de ocultar, mucho menos voluminosa y mucho más dura que una tablilla de arcilla o un pergamino. Al voltearlo, parece griego antiguo. Hay grupos de palabras y todos estos símbolos geométricos entrelazados… Pero, ¿qué secretos oculta?
Como para confirmar mi intuición, recibimos un mensaje de Talila, una estudiante australiana de artes primitivas, acompañado de fotos de un trozo de tela teñida protegida por un cristal y un cilindro gris con grabados en relieve muy similares a los nuestros. Le han pasado un eje por el centro y hay pigmentos de color en recipientes de terracota a su alrededor. Su mensaje es ligeramente burlón:
—¡Eh, chicos! Si estábais pensando en inventar la impresión de motivos étnicos recurrentes sobre tela para comenzar una nueva
Capítulo 10
moda, ¡sabed que la patente la registraron en Fenicia hace más de 2.500 años! ¡Y contratad a un diseñador profesional para hacer los dibujos, a menos que queráis darles un aspecto «naïve»!
Salonqa le devuelve un mensaje de agradecimiento y luego se gira hacia mí, con un brillo desafiante en la mirada.
—Si tuviera una tablilla de arcilla e hiciera rodar el cilindro de hueso sobre ella, podría imprimir el mensaje secreto. Pero, ¿cómo voy a saber en qué sentido debo leerlo y qué significan estos símbolos, si no tengo la «clave» para descifrarlo?
¡Vaya! Ya estamos otra vez. Soy especialista en informática y experto en cifrado de datos, ¡no un hacker que piratea códigos secretos! Mis amigos me piden constantemente que les ayude a ver películas y series en cuanto las estrenan o a jugar de forma gratuita, y nunca les digo que no, pero eso es harina de otro costal. ¿Cómo voy a lograr introducirme en la mente de personas que vivieron hace mucho tiempo y entender su sistema de codificación? Aunque con los bellos ojos de Salonqa mirándome fijamente y su suave mano sobre mi hombro, no puedo resistirme. Murmuro:
Capítulo 10
—Necesito averiguar a qué época pertenece, para saber por dónde empezar. ¿Podrías preguntar a algún experto en lenguas antiguas o historiador de reliquias?
Salonqa me responde con una sonrisa luminosa y me tiene mi portátil.
—Ya te he enviado las imágenes. ¡Puedes hacerlo!
Sirve un poco más de té. ¡La noche no ha hecho más que empezar!
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Capítulo 11
Antes de meterme de lleno en mi trabajo de descifrado arqueológico, rememoro cuando encontré el primer cilindro, parcialmente cubierto por piel de serpiente. Entonces, resurge en mi cabeza la visión surrealista del caballo de hielo. ¿Podría existir un vínculo entre este cilindro y el caballo? Cuando me conecté a las cámaras del laboratorio temporal situado junto al lugar donde caí, Jargal el robacorazones estaba examinando la piel de serpiente. Tengo que superar estos celos tontos y averiguar qué descubrimientos han hecho en el laboratorio. Voy a ver adónde han llegado. Vista la velocidad del jet de Aníbal, los científicos ya deben tener el cilindro de metal. ¿Podrían haber desvelado ya los mensajes secretos misteriosos que contiene?
Uso un comando de voz para conectarme a la cámara del laboratorio temporal y amplío el departamento que se encarga de la piel de serpiente. Hmm, parece que los análisis han progresado mucho. Hay un montón de gente reunida en torno a la mesa de Jargal. No, están mirando una pantalla que muestra las escamas romboidales de la parte externa de la piel de serpiente, estiradas y
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presionadan entre dos grandes portaobjetos. Un científico, probablemente un herpetólogo, especialista en anfibios y reptiles, presenta los resultados del estudio.
—Este espécimen, de la familia vipera ammodytes meridionalis altamente venenosa, vivió hace aproximadamente de 2.300 a 2.400 años, según nuestras estimaciones iniciales. De acuerdo con nuestras bases de datos, es imposible que sea originaria de Mongolia o de las regiones limítrofes, ya que esta especie es endémica de las islas griegas. Ha sido «importada», probablemente post-mortem, como puede apreciarse en la trayectoria de este corte casi quirúrgico. Los órganos internos se eliminaron y sustituyeron por… algo. Un objeto de 20 cm de largo como máximo y 3 cm de diámetro. Luego rasparon la piel para limpiarla, la trataron con sal y la conservaron. Después la perforaron junto a los bordes y la cosieron en torno al objeto ocultado… ¿Dicen que el objeto no ha aparecido aún?
—¡Estoy indignado! ¿Hannibal no ha entregado el cilindro? El hombre considerado el defensor de la ciencia en mayúsculas, ¿se lo ha guardado para él?
Capítulo 11
Pero no tengo tiempo para ahondar en mi indignación; los hechos de la pantalla reclaman mi atención. La placa de vidrio gira y revela su superficie interna. Con los ojos entrecerrados, consigo distinguir las ligeras marcas que han dejado sobre la piel algunos de los símbolos grabados en el cilindro de metal, ¡incluidas las dos estrellas!
—Y ahora, les remito a mis colegas de los departamentos de lingüística y simbología —concluye el herpetólogo—. Sería un honor que me tuvieran al día de los avances de la investigación.
Mi primer instinto habría sido enviar al laboratorio las imágenes modeladas por Salonqa, pero me sorprendió tanto la violencia de Hannibal y me asustó de tal manera su inmenso poder financiero que me he quedado aquí sentado, paralizado, al igual que cuando hacía algo malo de niño y provocaba los arrebatos de ira de mi padre. Un día tendré que crecer y no amedrentarme tanto, pero ahora lo único en lo que puedo pensar es en lo que me hará Hannibal si se entera de que he enviado las imágenes al laboratorio. ¿Qué debo hacer?
Afortunadamente, Salonqa deja de lado su investigación y centra su atención en mí, rescatándome de mi estado de postración.
—Según Anguélos Keusséoglou de Atenas, las letras proceden de uno de los numerosos dialectos del griego antiguo. Podría remontarse a mediados del siglo IV a. C. Cree reconocer el ático-jónico, la principal lengua oficial de la corte macedonia, pero desea profundizar un poco más en la investigación para asegurarse.
—Macedonia, región del norte de Atenas, si mal no recuerdo. ¿Qué ha entendido en su primera lectura?
—Parece ser algún tipo de hechizo protector para el hijo de Zeus o su caballo. Y aparentemente también contiene algunas amenazas bastante desagradables para los ladrones. No está muy claro de momento. ¿Y tú, dónde te has metido? —añade, sentada junto a mí para observar la pantalla.
Con un nudo en la garganta, le cuento lo que he averiguado sobre la piel de serpiente, lo que confirma la
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fecha que el Sr. Keusséoglou había estimado. También le hablo del engaño de Hannibal y de mi sospecha de que podría estar utilizando el cilindro en beneficio propio. Salonqa esboza una mueca dubitativa.
—Aparte de coleccionar curiosidades arqueológicas, no sé qué podría estar tramando. De hecho, no sé nada sobre Hannibal, aparte de que es un hombre de negocios internacional y un filántropo. ¿Has investigado algo sobre él?
Niego con la cabeza. Salonqa se frota los ojos y regresa a su ordenador.
—Veamos qué dice la red. ¡Podría ayudarnos a erradicar tus ideas paranoicas!
Espero de verdad que Salonqa tenga razón, Pero siento una extraña inquietud en lo más hondo de mí. ¿Qué oculta Hannibal tras su fachada de perfección?
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Capítulo 12
Mientras Salonqa investiga sobre Hannibal, vuelvo a mirar las cámaras.
—¡No te lo vas a creer! —le espeto de repente.
—¿Qué? ¿Has descubierto algo más acerca del abominable Hannibal?
—Los espeleólogos han encontrado el jinete del caballo que estaba en el fondo de la grieta por la que caí. ¡Mira estas fotos!
Gracias a las cámaras instaladas en los cascos de los espeleólogos, podemos ver el fondo del abismo en el que acabó el malogrado jinete.
Salonqa se sienta a mi lado, desliza el brazo por debajo de mi codo y me agarra el hombro.
—Y pensar que podría haberte ocurrido a ti…
Si no fuera por lo trágico de la visión del cuerpo desarticulado congelado en el hielo, habría abrazado a Salonqa, la habría besado en el cuello, luego habría pasado a su cabello, acercándome a sus labios y…
Capítulo 12
—¿Has visto esto? —grita de repente, separándose de mí para apuntar a la pantalla.
¡No me digas que aún se pierde por la deslumbrante sonrisa de Jargal! Sea lo que sea, he vuelto a desaprovechar mi oportunidad. A veces me gustaría que Salonqa no fuera tan inteligente y curiosa. Cualquier otra chica, sin duda, habría sucumbido hace mucho tiempo ya a mis innegables encantos. Pero, por otra parte, ¿cómo podría interesarme otra chica que no fuera Salonqa?
—Aún lleva la armadura sobre la túnica y le falta una sandalia, pobre hombre.
Así que era el piloto lo que le interesaba. Creo ver una espada al lado de este antiguo guerrero y luego una polaina que se extiende desde la sandalia hasta la pantorrilla. Por un momento me imagino cabalgando con Altaïr sobre la nieve en sandalias y me sacude un estremecimiento involuntario. Comparado con los soldados de antaño, realmente soy un cobarde…
—Subid, no toquéis nada. Va a venir un equipo
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—ordena alguien. Los espeleólogos dejan el lugar del descubrimiento. Para mi gran decepción, las imágenes de las cámaras se alejan del jinete y enfocan los salientes rocosos, llenas de cuerdas, mosquetones, cintas exprés y pernos de anclaje.
En el laboratorio se mantienen discusiones acaloradas. Algunos hablan de un descubrimiento histórico capital, un premio Nobel, otros dicen que habría que contactar con los medios de comunicación. El director del laboratorio pide silencio y, Con voz triste, anuncia:
—Tenemos que recogerlo todo. El gobierno acaba de asignar a Hannibal Corp el resto de la operación.
Entre la algarabía de comentarios de disgusto, distingo una voz desilusionada.
—Enviarán la artillería pesada y se atribuirán todo el mérito. Derribarán la montaña y se llevarán todos nuestros descubrimientos a los Estados Unidos en sus aviones refrigerados. Y nosotros…
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Salonqa me mira fija y largamente.
—¿Cuándo exactamente te vas a Massachusetts? Solo quería mencionar que una de las filiales de Hannibal Corp es la especialista mundial en criogenia y está a escasos kilómetros del MIT.
De repente me doy cuenta de que no me apetece nada ir a los Estados Unidos si Salonqa va a quedarse en Mongolia. La perspectiva me devasta.
—Mmm… En los EE. UU. no se es mayor de edad hasta los 21 años. Necesitaré una autorización de mi padre.
—¿Y?
—Aún no se la he pedido —respondo patéticamente—. Pero Salonqa, yo…
—¡Qué vergüenza! —responde Salonqa indignada, de pie ante mí, con los ojos brillantes y los brazos en jarras cual diosa enojada—. ¡Venga! Recoge tus cosas y vete a casa ahora mismo. Cuando se tiene la oportunidad de estudiar al más alto nivel, ¡no importa nada más!
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Capítulo 13
Dejo la residencia de estudiantes con el corazón encogido. Realmente debería tratar de aprovechar las horas que faltan para el amanecer y dormir un poco, pero el cerebro me hierve y creo que sería incapaz de dormir. Deambulo por las calles desiertas, entre los edificios de hormigón idénticos que construyeron los soviéticos allá por 1970. Por costumbre, mis pasos se dirigen a la universidad. Utilizo mi tarjeta magnética para acceder a la biblioteca, lugar de investigación o refugio para estudiantes insomnes. No hay nadie. Me dirijo al departamento de Historia y voy leyendo los rótulos de las estanterías hasta que localizo la sección de Historia Antigua. Paso el dedo índice, aún cubierto de vendajes hechos trizas, por el lomo de los libros. ¿Alguno de estos viejos libros contendrá la clave para entender qué estaba haciendo este antiguo jinete en Mongolia, entre los picos de las montañas de Altái?
—¿No puedes dormir, joven Battushig?
Dejo escapar un grito de sorpresa y me vuelvo hacia el lugar de donde proviene la voz. Tras una montaña de libros apilados sobre una mesa, reconozco una calva familiar.
Capítulo 13
—¡Profesor Temudjin!
—Ven a sentarte aquí conmigo. Dime qué respuestas andas buscando. Tengo algo de té en un termo.
Tomo unos cuantos sorbos de té salado y logro arreglármelas para articular varias palabras incomprensibles. La sonrisa de mi profesor va en aumento. Asiente con la cabeza para animarme a continuar. Me rindo. Le cuento mis miedos acerca de ir a América y dejar todo lo que conozco atrás, de no ser lo suficientemente bueno, de enfrentarme a mi padre… Cuando por fin termino, el profesor observa los estantes de la biblioteca a su alrededor con una mirada afectuosa.
—Es interesante que hayas venido a buscar respuestas aquí, entre estos libros viejos. Pero ya sabes que «el mundo es un libro, y quienes no viajan leen sólo una página», en palabras de San Agustín, teólogo y filósofo bereber cristiano del siglo V.
Asiento con la cabeza; mi profesor conoce mi sed de conocimiento y sabe cómo obtener lo mejor de mí. Mientras me sirve un poco más de té, pregunta:
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—¿Qué te trajo a la sección de Historia Antigua? ¿Un ansia repentina de sabiduría?
—¡Oh, no, profesor…! Se lo explicaré —prosigo, mientras abro mi portátil para mostrarle las fotos de los cilindros.
Y en un sinfín de palabras, le cuento todo lo que Salonqa y yo hemos descubierto. Cuando menciono el nombre de ella, noto como le brillan los ojos al profesor, pero se abstiene de hacer comentarios y sigue escuchándome atentamente. Cuando acabo de hablar, se queda en silencio largo rato. Luego murmura un nombre.
—Khubilai. Es uno de nuestros exalumnos más brillantes y trabaja para Hannibal Corp. Configuró el sistema de seguridad informática de la empresa. Creo haberle mencionado antes; con bastante frecuencia, en realidad. ¿Te gustaría que te pusiera en contacto con él? Puede ayudarte a evitar «irrupciones» arriesgadas. Hannibal Corp es una entidad peligrosamente poderosa y bien informada.
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Acepto de buen gusto. A continuación, el profesor saca de su viejo maletín algo envuelto en papel grasiento.
—Come. Debes reponer fuerzas para volver a la estepa.
Trato de rechazarlo en vano; sé que es una batalla perdida. Así que le doy las gracias, me inclino en señal de respeto y salgo de la biblioteca. En el camino de vuelta atravieso la ciudad, que ahora comienza lentamente a despertar, y me dirijo a la parada de autobús. Me ha sentado bien hablar con el profesor. ¡Ahora solo me queda enfrentarme a mi padre!
Pero cuando llego al campamento de mi familia, solo quiero gritar de desesperación: ¡no hay nadie! Deben de haber decidido trasladar el campamento. En unas dos o tres horas han desmontado las yurtas y empaquetado todas las pertenencias. Hay huellas de cascos y rastros de los rebaños en dirección sur, pero no sé adónde pueden dirigirse. Suspiro profundamente y decido escalar la ladera de la montaña, aún cubierta de nieve, para tener mejor visibilidad. Usando la mano de visera para
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evitar que me ciegue el reflejo del sol sobre el hielo, diviso una gran masa sombría en movimiento. Todo el ail y sus rebaños se desplazan al unísono. Muy bien, supongo que tendré que darme prisa si quiero darles alcance…
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Tengo la impresión de que llevo siglos caminando y comienzo a perder las fuerzas. Hace tiempo que devoré el bizcocho que me dio el profesor con una excusa barata; de verdad espero que no estén mucho más lejos. Cada vez hay menos nieve y empiezan a asomar brotes verdes aquí y allá, que llaman a la primavera con un imperioso anhelo vegetal. El viento de las estepas me transmite el sonido de balidos y voces humanas. Ya casi he llegado. ¡Por fin! Desde la cima de una colina, veo un espectáculo maravilloso. Un valle verde, inmaculado, surcado por un afluente e inundado por la luz del sol. Esta es el nuevo pasto escogido por el ail. Las vacas, los corderos y los caballos, que no saben esperar, ya lo están disfrutando plenamente. Su energía me aporta fuerzas y pronto alcanzo el campamento.
Reconozco a mi padre, quien, junto con Gambat y otros miembros del ail, ya están levantando vallas para cercar a las ovejas. Los demás despliegan celosías cóncavas en círculo como si fueran un acordeón. Luego fijan grandes postes, unidos a una corona central como las varillas de un paraguas, levantan el conjunto y lo colocan
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sobre dos pilares centrales. Y por último, anudan esta plataforma autoportante con robustos lazos de cuero. ¡A menudo me digo que los nómadas mongoles son los marineros de las estepas!
Veo a mi madre, que está extendiendo el techo de fieltro en el suelo, y me acerco a ella con alegría. Le brillan los ojos y una amplia sonrisa ilumina su rostro, pero los abrazos tendrán que esperar a que termine el trabajo. Tomo un poste, lo deslizo entre el fieltro y ayudo a mis vecinos a izar la pesada tela hasta la parte superior del armazón. La colocamos alrededor de la corona central y luego la sujetamos con cuidado. Luego desenrollamos las paredes laterales de fieltro sobre la celosía circular, de un extremo al otro de la puerta central, y las atamos igualmente. Dentro de la yurta, mi abuela y sus hermanas cubren de alfombras el suelo de madera, mientras esperan a que el horno central, las camas y los cofres ocupen su lugar habitual.
Como todos los vecinos cooperan entre sí, bastan dos o tres horas para reconstruir las yurtas de todo el ail y encender los hornos. A continuación, los más ancianos hacen una ofrenda de leche a
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Tengri —el padre Cielo—, a nuestros antepasados y a los espíritus guardianes para que cuiden de los rebaños y de los habitantes de las yurtas. Yo me abalanzo sobre las rosquillas que me ofrecen mis hermanas entre farfullos, deseosas de hablarme de sus últimas aventuras. De repente, se produce una deflagración ensordecedora. Como si fuera el fin del mundo. Se desata una terrible tormenta y una lluvia torrencial comienza a azotar la estepa. Para nosotros, las tormentas son una catástrofe comparable a un ataque de lobos para los rebaños. Ríos de agua cubren el suelo de la yurta y empapan las alfombras. Los gritos de pánico de las mujeres y los niños me obligan a pasar a la acción. Ordeno mis hermanas que se suban a la cama y no se muevan hasta que regresen los adultos. Luego salgo de la yurta a toda prisa para ayudar a mi gente.
Las madres reúnen a sus hijos y los conducen al interior de las yurtas. Las ovejas de los rediles balan aterrorizadas, pisoteándose unas a otras, mientras el nivel del agua sube a velocidad vertiginosa. ¿Por qué están ya en los rediles, si aún falta bastante para que caiga la noche? ¿¿¿Dónde están mi hermano, mi padre y los hombres del ail???
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¡Oh, no! Deben de haberse marchado a rendir tributo al árbol venerable situado en la cima del monte vecino, atar cintas de tela multicolor a sus ramas y rezar a los espíritus de nuestros antecesores y a las fuerzas de la naturaleza para que la primavera sea generosa. Para cuando regresen, ¡la tormenta habrá ahogado incluso a los peces del río! ¡Alguien tiene que sacar las ovejas de los rediles! Silbo con fuerza y recibo un relincho inconfundible como respuesta: Altaïr, desafiando a los elementos adversos, viene galopando hacia mí. Me cuelgo de su cuello y, utilizando una técnica que aprendí cuando era un joven jinete de las estepas, alzo las piernas sobre su flanco y me monto a sus lomos. Con un apretón de piernas conduzco a mi semental hacia los rediles. Los cascos de Altaïr salpican agua fangosa mientras él recorre con bravura el camino a contracorriente.
Llegamos a los rediles. Arranco las cuerdas anudadas a las estacas de la entrada y las ovejas salen corriendo, presas de un pánico indescriptible, apartándonos. El rebaño es tan compacto como la cortina de lluvia que cae sobre nuestras cabezas y se
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dirige directamente hacia el afluente embravecido. ¡Estas ovejas están locas! Aprieto los flancos de Altaïr y, al galope furioso, damos alcance a las ovejas que encabezan el rebaño. Altaïr se encabrita ante ellas y las desvía de su trayectoria. Buen trabajo, bravo Altaïr. Las obligamos a retroceder y las guiamos río arriba para que se refugien en lo alto de la ladera de la montaña. Una vez que la tormenta amaine tendremos que buscarlas, con la esperanza de que los lobos no nos hayan hecho pagar un precio demasiado alto, aunque es mejor arriesgarse a perder algunas que perderlas a todas. Eso es algo que mi padre nos enseñó. De repente oigo balidos de angustia detrás de mí. La lluvia es tan intensa que no deja pasar la luz del día. Avanzo a ciegas, guiado únicamente por el sonido, cuando de pronto el suelo desaparece bajo los cascos de Altaïr. Vadeamos un torrente de lodo que nos conduce inexorablemente hacia el río. Una cosa blanca chapotea en el agua ante nosotros, a buen seguro un cordero. Insto a Altaïr a avanzar hacia él. Agarro el cordero con el antebrazo y lo coloco sobre el cuello de Altaïr, sosteniéndolo contra mi pecho. Mi semental lucha con todas sus fuerzas y consigue salir del torrente fangoso y trepar por un terreno más firme. Resopla y regresa instintivamente al campamento.
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La tormenta acaba de forma tan súbita como llegó; vuelve a brillar una luz tenue sobre la tierra. Siento como la adrenalina abandona lentamente mi cuerpo, ahora que lo peor ya ha pasado. Aturdido, me acerco a las yurtas para comprobar el alcance de los daños. Al igual que un huracán sacude un velero en mitad del océano, la furia del cielo se ha cobrado todo lo que no estaba fuertemente amarrado. Hay objetos esparcidos por todas partes: ropa hecha trizas, vajilla rota, sillas de montar, muebles de madera destrozados… Una mujer corre hacia mi gritando, seguida de otras. Se lanza sobre mi y me arranca de los brazos el cordero, que se retuerce y gime débilmente, tras haberlo sostenido con fuerza contra el pecho.
—¡Taitchou! —repite una y otra vez, sollozando de alivio.
Entonces me doy cuenta de que lo que creía que era un cordero es en realidad Taitchou, su hijo pequeño. Tras apenas dar sus primeros pasos, había logrado escapar de la atenta mirada de su madre para ir a explorar el nuevo campamento y los torrentes de lluvia y barro lo habían arrastrado.
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¡Por suerte, Altaïr estaba allí para ayudarme a salvarlo! Unas sombras negras parpadean bajo mis párpados cuando siento que unos brazos me agarran, me arrebatan de los lomos de Altaïr y me arrastran hacia una yurta…
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Capítulo 15
Cuando despierto, un sol glorioso brilla sobre la estepa húmeda. Los rayos oblicuos penetran el tono, la corona de madera de la yurta que sirve tanto de salida de humos como de pilar central de la estructura. Deslumbrado, parpadeo un par de veces antes de levantarme y encaminarme hacia la salida de la yurta.
Entreabro la puerta y noto que los vendajes de las manos ya no están. Me miro las puntas amoratadas de los dedos como un bobo. Luego me recompongo y doy varios pasos sobre el suelo esponjoso. Es casi de noche. Los hombres del ail deben haber regresado rápidamente de su peregrinación y estar colaborando con el trabajo comunitario, por ejemplo, para reunir los rebaños dispersos, secar alfombras, cortinas y muebles, y recuperar todo lo que se pueda. La vida nómada está sujeta a las incertidumbres de la tierra que se habita. Las diferencias de temperatura, que oscila entre -40 °C y +40 °C, y la obligación de trasladarse a cada estación, o más a menudo, si es necesario encontrar nuevos pastos, Por no hablar de los imprevistos de la naturaleza, como esta repentina tormenta. Admiro la fuerza de mi pueblo, su
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solidaridad inquebrantable ante la adversidad. Nadie se queja, más bien al contrario; emiten unos cantos guturales para animar a los demás.
Mis hermanas pequeñas me han visto y corren hacia mí, graznando cual gansos salvajes. Se abalanzan sobre mi, me derriban y me cubren de besos, mientras su risa resuena en mis oídos. De repente, con los últimos rayos tenues de luz solar, una sombra se cierne sobre mí y acalla la risa de mis hermanas, Que se dispersan tan rápidamente como habían llegado. Yo, firmemente en pie, me encuentro cara a cara con mi padre,
Que me mira durante largo tiempo, impasible. Luego abre los brazos poco a poco y me da un abrazo, que acepto, aliviado. Sin salir de su silencio, mi padre me hace señas para indicarme que entre en nuestra yurta y me siente. Tengo un miedo atroz, pero hago todo lo que puedo para no manifestarlo. Mi padre saca una caja de metal de su bolsillo, la abre y me la ofrece. ¡Oh! ¿Picadura de tabaco? ¿Es un indicio de que me considera un hombre? Con manos temblorosas, tomo una pizca de tabaco entre el pulgar y el índice y aspiro esta sustancia picante. Me acometen unos
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cuantos estornudos repentinos, mientras mi padre consume su tabaco con la serenidad habitual. Me pregunto si alguna vez me acostumbraré a este ritual masculino. Cuando finalmente dejo de estornudar, miro a mi padre tímidamente y espero a que diga algo.
—He hablado con tu madre.
Sigue un largo silencio, durante el cual la ansiedad roe mis entrañas como una rata hambrienta. Entonces prosigue, con seriedad.
—Lamento que no te decantes por ser un pastor nómada, como tu padre y tus demás antepasados. Incluso rogué a Tengri con la esperanza de que te hiciera recapacitar. No obstante, he decidido respetar tu decisión.
Mi corazón se detiene por un instante. Mi padre suspira levemente, se pone en pie y se dirige a salir de la yurta. Yo me levanto inmediatamente y me inclino ante él, en señal de agradecimiento. A continuación, saca un sobre enrollado del bolsillo de su deel y lo desliza en mi bolsillo.
—Ten cuidado en América.
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Abandona la yurta rápidamente sin mediar otra palabra. No creo que le haya oído nunca decir tantas palabras seguidas. Desenrollo el sobre que me ha dado y lo abro. Contiene la autorización que me permite, como menor de edad, estudiar en el MIT. También hay un fajo de tugriks arrugados en billetes pequeños. Ya estamos otra vez. Me escuecen los ojos y noto que me brotan las lágrimas. Esta vez, las dejo correr.
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Capítulo 16
De camino hacia el autobús que me llevará a Ulan Bator, ¿quién podría sorprenderme sino el profesor Temudjin? ¡Acompañado de Salonqa! Ha venido a recogerme en su coche viejo y destartalado. Antes de explicarme nada, me pregunta si el viaje ha sido beneficioso. Le muestro el sobre arrugado y se limita a asentir con satisfacción. Salonqa, en cambio, está de lo más dicharachera.
—El profesor Keusséoglou me dijo de dónde proceden los grabados y los cilindros. Son macedonios, de entre el 350 y el 330 a. C. Sin embargo, los símbolos geométricos siguen siendo incomprensibles para él.
—Profesor, ¿qué se sabía de matemáticas y geometría por aquel entonces?
—En el 600 a. C., Pitágoras formalizó una serie de conceptos clave que todavía se utilizan hoy en día, tales como los números enteros y cuadrados, las propiedades del triángulo rectángulo, el número Pi, la proporción áurea, el pentagrama, etc., y los expresó mediante componentes matemáticos puros. Varias sociedades esotéricas,
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como los masones, aún afirman representar los descubrimientos pitagóricos y…
El profesor está totalmente entusiasmado; podría escucharle durante horas, Pero debo centrarme en el tema en cuestión y, con bastante poca finura, toso fuertemente para interrumpirle.
—¿Así que los cilindros datan más o menos de la época en que Pitágoras formalizó todo esto?
—Sin duda alguna. Este conocimiento se extendió a todas las cortes reales importantes de la época. Los profesores se denominaban preceptores y se dedicaban a educar a príncipes y miembros de la nobleza en materia de filosofía, ciencias, estrategia militar…
Cuando llegamos al aparcamiento de la universidad, el profesor deja de hablar. Tan pronto como entramos en la biblioteca, Salonqa me dirige a una mesa llena de libros, toma mi portátil y lo pone sobre la mesa, delante de una silla.
—En la pantalla encontrarás imágenes del cilindro de hueso, tanto planas como en 3D. He
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difuminado las letras que el Sr. Keusséoglou ha identificado como pertenecientes a la lengua macedonia, aunque no parecen tener ningún sentido. Sin embargo, queda un batiburrillo de símbolos extraños que no logro entender. Te toca.
Vaya, el conjunto me recuerda a una estrella supernova explosionada. Puedo rotar la imagen en todas direcciones para ver si logro discernir un patrón geométrico en la distribución de los símbolos, simplemente para aportar un poco de orden a este caos, pero no se me ocurre nada obvio. Aunque… todos estos símbolos están llenos de esos ángulos rectos que tanto gustaban a Pitágoras. Al analizarlos, cuento 24 símbolos diferentes, todos construidos a base de formas geométricas sencillas. Separo un grupo de 18 símbolos cuyas líneas presentan la misma longitud. Están dispuestos borde contra borde, en ángulo recto, de dos en dos, de tres en tres o de cuatro en cuatro para formar un cuadrado. La mitad de estos 18 símbolos tienen un punto en la esquina cuando hay 2 líneas, en la línea central cuando hay tres, y en el centro del cuadrado cuando hay cuatro. De repente comienzo a reír.
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—¡Cinco en raya!
El profesor me mira, confuso, así que le explico mi idea.
—Me recuerda a un juego de cuando era pequeño.
Con unos cuantos comandos de voz, separo las nueve formas de puntos de las otras nueve y las dispongo de tal modo que forman una cuadrícula de nueve casillas con puntos en todas ellas.
—Si se me permite, hay cierta simetría con los nueve símbolos restantes —apunta el profesor—. Mirad, una cuadrícula vacía —dice, mientras toquetea el teclado.
Junto las dos formas simétricas y siento cómo un hormigueo me recorre la columna vertebral.
—Salonqa, ¿cuántas letras conforman el alfabeto que se usaba en Macedonia?
—24. 18 consonantes y seis vocales, lo mismo que el griego antiguo. Aquí están —añade, al tiempo que teclea para mostrarlas en pantalla.
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Creo una cuadrícula para hacer coincidir las dieciocho casillas con las 18 consonantes griegas, y luego recoloco las formas geométricas en el cilindro de hueso, cada una con su consonante. A continuación, pruebo los triángulos y diamantes que supongo que son las vocales en las diversas combinaciones posibles.
De repente, Salonqa, que observa desde detrás de mí, deja escapar un grito de asombro.
—¡Ya está! Amplía esta secuencia. Se la enviaré al señor Keusséoglou. Creo que reconozco una palabra de las del cilindro de metal…
Άλογο του Αλεξάνδρου, ανίκητος στην πλάτη σας θα είναι αθάνατο δύναμη αστέρι.
Profesor Keusséoglou apenas ha recibido la secuencia cuando se envía la traducción. El profesor Temudjin está tan sorprendido que solo atisba a balbucear:
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—Es increíble, es… Battushig, ¡el mensaje secreto es sobre alguien prácticamente tan famoso como Gengis Khan para nosotros! ¡Alejandro Magno, uno de los más grandes conquistadores del mundo, y su famoso caballo Bucéfalo!
En este momento, aparece una notificación en una esquina de la pantalla para indicarme que tengo un mensaje nuevo. Lo abro de forma refleja y me sobresalto al ver quién es el remitente. Es de Khubilai, el antiguo estudiante de nuestra universidad que ahora trabaja en Hannibal Corp. El profesor Temudjin le dio mi dirección de correo electrónico y le transmitió mi solicitud cuando yo me marché a hablar con mi padre. Por fidelidad a su viejo profesor, Khubilai accedió a enviarme imágenes de los objetos recogidos junto al cuerpo del jinete petrificado. Además de los fragmentos de ropa y armadura, hay un triángulo de metal grabado con símbolos, algunas monedas de oro y dos pergaminos.
El mensaje de Khubilai es lacónico: «El primer documento es un “pase” militar y el segundo, una letra de cambio. Los dos documentos datan del
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326 a. C. y están firmados por el general Tolomeo, comandante en jefe del ejército de Alejandro Magno.
—Pensaba que Tolomeo era el primero de una larga dinastía de faraones egipcios —comenta Salonqa.
—En efecto, así es —responde el profesor Temudjin—. Es el mismo general, que luego se convertiría en rey de Egipto, cinco años tras la muerte del conquistador.
El profesor Temudjin nos pide que nos acerquemos y nos muestra en una pantalla el mapa de las conquistas de Alejandro Magno después de dejar Macedonia en el 334 a. C. Señala la ciudad de Alejandría Bucéfala, en algún lugar de la actual provincia de Punyab.
—Aquí es donde tuvo lugar la batalla final, antes de que las tropas se retiraran, en el 326 a. C. El adorado caballo de Alejandro, Bucéfalo, desapareció y Alejandro nombró una ciudad en su honor.
Luego apunta a las montañas de Altái y narra el viaje de regreso hasta el Punyab.
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—Esta es la ruta que probablemente tomara el jinete del hielo.
Dirijo mi atención al portátil y retomo la traducción del mensaje secreto contenido en el cilindro de hueso.
«Caballo de Alejandro, invencible a tus espaldas llevarás la estrella del poder inmortal».
Otra vez esa maldita estrella… Selecciono la foto del triángulo de metal con el extremo roto, la cuatriplico, hago rotar las cinco imágenes y las dispongo de forma que estén unidas por la base. La imagen resultante es justo lo que había imaginado: una estrella de cinco puntas… La estrella del poder inmortal, un sello de omnipotencia, roto. Un escalofrío desciende por mi espalda. Eso significa que Hannibal tiene un fragmento de la estrella, y…
Se apodera de mí un temor, probablemente irracional, pero imposible de controlar. Las posibilidades de lo que podría pasar se acumulan y multiplican dentro de mi cabeza. La conclusión es aterradora:
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Si John Fitzgerald Hannibal, con el poder de su red de inteligencia, su respaldo financiero y su dominio de la tecnología más sofisticada,
reúne las partes del sello roto y las junta,
y consigue encontrar a Bucéfalo…
¡será tan poderoso e indestructible como uno de los más grandes conquistadores —y dictadores— del mundo!
¡Tengo que impedirlo! Pero, ¿cómo haremos Salonqa, el profesor Temudjin y yo para luchar contra la sed de poder y los inmensos recursos de Hannibal por nuestra cuenta?
Espero que vosotros, miembros de la red virtual, tanto los desconocidos en vuestro campo como los que sois famosos, vosotros que representáis a todas las nacionalidades, armados de conocimientos, materias y todo el apoyo posible, os unáis a nosotros de modo que, juntos, logremos encontrar los fragmentos del sello de la omnipotencia antes que Hannibal, ¡y podamos impedir que caiga en sus manos un poder tan peligroso!
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